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La hora de comer también era sagrada, pero de otra forma. Llamar en ese momento era un indicativo de mala educación. En muchas casas, de hecho, mientras se estaba a la mesa, no se cogía el teléfono por más que sonase. Estaba rotundamente prohibido. Todo podía esperar a las horas ‘decentes’: hasta informar del fallecimiento de un ser querido.
La generalización del uso del teléfono móvil supuso no solo la incorporación de una nueva tecnología sino la readecuación de los comportamientos sociales. Ahí sí, sin percatarnos, sin previo aviso -no existía ni la expresión- nos adentramos en una nueva normalidad. Ese aparatito nos cambió para siempre al convertirse en algo más que imprescindible: en omnipresente. No solo eso, el teléfono, un utensilio familiar, ha dejado terreno a otro de uso exclusivamente individual.
En el camino, el adjetivo comió el terreno al sustantivo que definitivamente se perdió: ya no es teléfono sino ‘móvil’ a secas, un artilugio que usamos para todo porque para todo uso van apareciendo aplicaciones. Tan para todo, que ya creemos al artilugio capaz de cualquier cosa. No le cuenten a mi madre que hablo de ella, pero verán: un día, no hace mucho, poco después de las ocho menos veinte de la tarde, se quedó absorta mirando la pantalla de mi móvil. De repente, levantó la cabeza sorprendida.
-¡Qué adelantos! -exclama buscando mi mirada-, solo con poner mi cara ya me dice en qué año he nacido.
-¿Cómo? -mi sorpresa, claro, no fue menor-.
Hasta que entendí. Eran las 19.41. No le quise romper el embrujo.
-¿Qué cosas, eh?
Basta con observar la foto para comprender en qué consiste
esta nueva normalidad. Ya no porque las gradas estén vacías, es que observamos a
las únicas tres personas que, al margen de los futbolistas, aparecen retratadas
mientras se disputa el partido y comprobamos que no están haciendo ni puñetero
caso al juego, que el móvil ocupa toda su atención. El primero, el chico joven,
serio, atento, manos quietas, parece leer algún artículo, novela o aprovechar
para estudiar algún examen próximo. El segundo, algo mayor, teclea. Puede que
esté consultando algún dato o intercambiando mensajes más o menos intrascendentes
con amigos, pareja, hijos... La chica aguarda. Lleva el móvil en la mano,
mantiene la mirada perdida en un punto difuso. No actúa, espera que sea el
propio aparatito el que le acerque la información que precisa: la
disponibilidad de alguien para cualquier plan, el lugar al que acudir después -o no- con ese
alguien, si le ha subido la fiebre a su criaturita…
También cabe otra reflexión: el fútbol, si no es una fiesta
colectiva, pierde mucho de su atractivo. Un partido sin nadie al lado puede
resultar soporífero.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 08-07-2020
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