Hace ya muchos milenios que la evolución dotó a nuestros antecesores de la capacidad de separar algunas extremidades del suelo, de vivir erguidos. Gracias a aquellos saltos que nos separaron de los reptiles, que nos privilegiaron entre los mamíferos, fueron posibles los avances del proceso de hominización. Como contrapartida, hemos perdido habilidad para movernos a ras de tierra, para arrastrarnos -ojo, solo en sentido literal- con soltura. Quebrada involuntariamente la verticalidad, tanto da si el decúbito es supino, lateral o prono, nos sentimos frágiles, asumimos nuestra endeblez, nos empequeñecemos. Una de las causas se relaciona con la visión que se nos presenta desde tan abajo: las perspectivas, las distancias, la accesibilidad, hasta las relaciones, son radicalmente diferentes a las del mundo que conocemos.
El acto reflejo, cuando de forma accidental uno se ha topado
con el suelo, impele a volver a plantarse de pie. Ese mientras tanto, por
inhabitual, nos muestra retraídos, medrosos, abatidos, desubicados. Urge volver
a la normalidad para poder ejercer la labor que nos correspondía, para actuar
como si nada hubiera pasado.
Por la imagen con la que les idolatramos, entendemos que el
portero conserva virtudes animales. Muchos de los apodos de cancerberos
históricos, de las definiciones de sus grandes gestas, se relacionan
metafóricamente con la fauna. Pero erramos en esa percepción: serán lo felinos
que queramos, pero su punto de partida asienta los dos pies en el suelo. Sus
estampas tirados sobre el césped son posteriores a su brillo, al barro llegan
cuando han cumplido. Si las circunstancias le obligan a una segunda actuación,
normalmente no logran el objetivo. Nadie se lo reprocha.
Así, desde el suelo, Roberto no es obstáculo. Necesita
incorporarse, pero precisa antes que nada del mapa de la situación. Ha de
aprovechar el segundo que le lleve a mostrarse erguido para observar en la
dirección adecuada, para reactivarse si vuelve a ser requerido. Sabiéndose
vulnerable, tratando de ponerse en pie, levanta la vista en pos del balón para
poder seguir jugando. Observa temeroso el paisaje buscando con miedo ese objeto
esférico que no deja de moverse amenazante. Levantarse sin esa referencia
supone un riesgo mayúsculo: malo si no lo veo; peor, si al lograrlo ha
esquivado mi presencia. El delantero, Borja Iglesias, amenaza. Está de pie,
puede arrancar, girar, disparar. Observa; desde ahí arriba se le abre todo el
panorama.
En otras circunstancias, Luis Pérez, compañero de Roberto, podría
aminorar el riesgo, ahuyentar el peligro, despejar el balón, anular al
delantero. No podría valerse de las manos pero alguna respuesta vital cabría.
Tumbado como un escarabajo volteado, en nada ayuda. Ni para girarse tendrá
tiempo.
El partido concluyó y es el Valladolid quien se ve obligado
a moverse desde el suelo. Ya no queda tiempo para levantarse y correr: lo poco
que avance será reptando o caminando a cuatro patas. Tendrá que mirar
exclusivamente hacia adelante. Atrás, ¿para qué? Para lamentarse, nunca tiene
sentido. Para aprender, en estas circunstancias, tampoco. Nada tiene que ver lo
poco que queda con lo mucho transcurrido. Pasamos del fútbol racional al
emocional. Las normas serán las mismas, sí, pero no las intenciones. Ya no cabe
el ‘no te asustes, queda mucho, tenemos calidad, saldremos’. El abismo es
enorme. Toca huir de la quema, CO MO SE A.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 03-05-2021
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