lunes, 3 de mayo de 2021

GATEAR, REPTAR. COMO SEA

Hace ya muchos milenios que la evolución dotó a nuestros antecesores de la capacidad de separar algunas extremidades del suelo, de vivir erguidos. Gracias a aquellos saltos que nos separaron de los reptiles, que nos privilegiaron entre los mamíferos, fueron posibles los avances del proceso de hominización. Como contrapartida, hemos perdido habilidad para movernos a ras de tierra, para arrastrarnos -ojo, solo en sentido literal- con soltura. Quebrada involuntariamente la verticalidad, tanto da si el decúbito es supino, lateral o prono, nos sentimos frágiles, asumimos nuestra endeblez, nos empequeñecemos. Una de las causas se relaciona con la visión que se nos presenta desde tan abajo: las perspectivas, las distancias, la accesibilidad, hasta las relaciones, son radicalmente diferentes a las del mundo que conocemos.

El acto reflejo, cuando de forma accidental uno se ha topado con el suelo, impele a volver a plantarse de pie. Ese mientras tanto, por inhabitual, nos muestra retraídos, medrosos, abatidos, desubicados. Urge volver a la normalidad para poder ejercer la labor que nos correspondía, para actuar como si nada hubiera pasado.

Por la imagen con la que les idolatramos, entendemos que el portero conserva virtudes animales. Muchos de los apodos de cancerberos históricos, de las definiciones de sus grandes gestas, se relacionan metafóricamente con la fauna. Pero erramos en esa percepción: serán lo felinos que queramos, pero su punto de partida asienta los dos pies en el suelo. Sus estampas tirados sobre el césped son posteriores a su brillo, al barro llegan cuando han cumplido. Si las circunstancias le obligan a una segunda actuación, normalmente no logran el objetivo. Nadie se lo reprocha.

Así, desde el suelo, Roberto no es obstáculo. Necesita incorporarse, pero precisa antes que nada del mapa de la situación. Ha de aprovechar el segundo que le lleve a mostrarse erguido para observar en la dirección adecuada, para reactivarse si vuelve a ser requerido. Sabiéndose vulnerable, tratando de ponerse en pie, levanta la vista en pos del balón para poder seguir jugando. Observa temeroso el paisaje buscando con miedo ese objeto esférico que no deja de moverse amenazante. Levantarse sin esa referencia supone un riesgo mayúsculo: malo si no lo veo; peor, si al lograrlo ha esquivado mi presencia. El delantero, Borja Iglesias, amenaza. Está de pie, puede arrancar, girar, disparar. Observa; desde ahí arriba se le abre todo el panorama.

En otras circunstancias, Luis Pérez, compañero de Roberto, podría aminorar el riesgo, ahuyentar el peligro, despejar el balón, anular al delantero. No podría valerse de las manos pero alguna respuesta vital cabría. Tumbado como un escarabajo volteado, en nada ayuda. Ni para girarse tendrá tiempo.

El partido concluyó y es el Valladolid quien se ve obligado a moverse desde el suelo. Ya no queda tiempo para levantarse y correr: lo poco que avance será reptando o caminando a cuatro patas. Tendrá que mirar exclusivamente hacia adelante. Atrás, ¿para qué? Para lamentarse, nunca tiene sentido. Para aprender, en estas circunstancias, tampoco. Nada tiene que ver lo poco que queda con lo mucho transcurrido. Pasamos del fútbol racional al emocional. Las normas serán las mismas, sí, pero no las intenciones. Ya no cabe el ‘no te asustes, queda mucho, tenemos calidad, saldremos’. El abismo es enorme. Toca huir de la quema, CO MO SE A.


Publicado en "El Norte de Castilla" el 03-05-2021

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