Se me ha puesto la mismita cara –salvando los millones de diferencias– que al personaje de Lola Flores en la película 'Embrujo' de Carlos Serrano de Osma cuando el afamado Manolo Caracol le propuso «que tú y yo formemos pareja para actuar juntos». Lola, sorprendida, desconcertada, abrumada ante un reto que superaba sus expectativas, se escondió tras un par de evasivas. Manolo derribó de un plumazo tan tenues coartadas. Ella rebosaba de entusiasmo, pero, tal vez por malas experiencias, tal vez por vértigo reciente, el pánico le impedía despegar los pies del suelo. Y quiso poner un poco el freno, «de golpe me parece demasiado bien para decidirme de pronto». De golpe, pienso yo, el postrer gol que supuso el triunfo del Pucela me parece demasiado bien para decidirme de pronto a pisar el acelerador y dejar atrás muerto y enterrado el reciente pasado, para trenzar en forma de artículo un repique de campanas. Suena demasiado bonito haber escalado en la clasificación, haber escapado de esos tres puestos del final teñidos en rojo peligro, como para cegarnos, olvidar y responder sin más que sí. Ya no hay quien quite al Pucela estos tres puntos –un botín, no lo descartemos, que puede servir para saltar la frontera entre descenso y permanencia–, cierto. Pero, más allá del resultado, el partido ante el Valencia repartió tanta desazón en la primera mitad como desconcierto tras el descanso. También, claro, estallido de alegría e ilusión a la salida. Un gol tiene ese poder. Mayor aún si los labios se están ajando tras más de 600 minutos futbolísticos sin humedecerlos, de más de 10 horas mirando al cielo clamando por unas gotas de agua. Y no digo nada si ese primer chaparrón rescata el partido coloreando el verdor del triunfo. Desazón. Un rato antes, nadie en Pucela creía, nadie en Valencia dudaba. Lo visto hasta el descanso reafirmaba la idea de que el grupo blanquivioleta había entrado en colapso. Repetía empeorada la peor de las imágenes que transmitió en los partidos previos. Un completo desatino, un equipo a merced de un rival que, eso sí, fue incapaz de rematarlo. Lo dejó con vida. Y dio sentido a una continuación que podría haber tenido música de réquiem. Desconcierto. De hundido a exuberante, a la vuelta del descanso el Pucela solo necesitó 45 segundos para generar más peligro que en los 45 minutos de la primera. ¿Flor o primavera? Un tiempecillo de incertidumbre precedió a un súbito revolcón, un asedio inesperado. Como si unos hubieran aprendido, como si los otros se hubieran olvidado. Alegría. Esperado desde hacía nada, poco antes insospechado, el gol cambió la perspectiva, el punto de vista y la sensación, sobre todo la sensación. El fútbol, aficionados y jugadores, se nutren de emociones como la confianza, que desaparece y vuelve a aparecer, que te impide y te permite, que te tumba y te eleva. E ilusión. El de invierno suele ser un mercado estéril, mucha mejora se requiere, poca solución se ofrece. Por eso, cuando el que llega aporta desde el primer momento, los ojos se abren y el optimismo se dispara. Que el gol, centro y remate, nazca de los dos recién llegados nos hace sentir más altos, más guapos, más listos. Uno de ellos, Machís, tiene por nombre Darwin. Y ha hecho honor a él: su juego propicia una evolución biológica en el Valladolid. Al margen de ser buen jugador, aporta un perfil –extremo con profundidad y regate que se desempeña en la banda natural– del que la plantilla carecía. El embrujo sirve, entre otras cosas, para traspasar maldiciones. La fatalidad vallisoletana, esa que siempre aparece para dar vida a rivales que llegan sin ella, ha cambiado de camiseta. El Valencia se ha marcado un Pucela, fue nuestra aspirina.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 30-01-2023
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