lunes, 27 de febrero de 2023

NIÑOS ESPERANDO UN FINAL FELIZ

La dilatación de la esperanza de vida ha alargado la duración de las distintas etapas vitales de forma que lo antaño supuestamente natural –por capacidad o apariencia física, por las responsabilidades que el día a día te obligaba a enfrentar– para un determinado intervalo de edad ahora le corresponde a otro posterior. Escuchamos de veinteañeros, hombres y mujeres que decenios atrás lucían manos bien curtidas, que son los nuevos adolescentes, que los cuarenta son los nuevos treinta o los nuevos setenta son los cincuenta de cuando mis abuelos llegaban avejentados al medio siglo de vida. La vida es así, no la inventó Sandro Giacobbe, tampoco la he inventado yo. De otra manera, los aficionados al fútbol padecemos (o disfrutamos) de un proceso similar: bien jugando, bien contemplando un partido, el balón nos realoja, transitoriamente, eso sí, en los tiempos de nuestra infancia, de cuando creíamos factible lo inviable, que el Ratoncito Pérez amontonaba dientes en su almacén, que los Reyes Magos tenían suficiente con una noche para colmar de regalos todas las casas del mundo. Un aficionado, por impotente que observe a su equipo, por más que le estén vapuleando, siempre albergará la esperanza de que por un fenómeno prodigioso, debajo de la almohada, en el interior de sus zapatos, encontrará un regalo que revertirá la realidad y le transportará a la cima de la felicidad. Solo así se entiende, por ejemplo, que un seguidor del Pucela aguantase el partido de Vigo hasta el final cuando no habían hecho falta más de cuarenta y cinco segundos para que una ocasión rival te dejase en evidencia, un cuarto de hora para asumir que el marcador y el juego se ponían de acuerdo al cerciorar la inferioridad blanquivioleta. Y se entiende porque el fútbol, ya digo, resquicio por el que nos asomamos a nuestra niñez, ha dado pruebas de su potencial para sorprendernos. Como buenos mesianistas (con una 'ese', no nos confundamos) vivimos esperando una llegada salvífica, identificando signos por doquier que nos garantizan el cercano advenimiento. Incluso en este infausto partido. El gol de Amallah, desde el instante en que observamos como la pelota se alojaba en la red hasta que el VAR nos convenció de que el apunte del gol desaparecería del marcador, obró el efecto de hacernos olvidar todo lo visto, de creer con fervor que el muerto estaba de parranda, de convencernos de que el Celta se desmoronaría. Ese centímetro lo alteró todo. Soñábamos lo imposible y de sopetón regresó la realidad, ahogó la quimera y la película que imaginábamos del estilo de las producidas por Disney o del de esos romances bobalicones que inexorablemente concluyen con el beso esperado desde el inicio resulta que se trataba de una de miedo de serie B. El aficionado, como buen niño, también teme a los fantasmas.

El Real Valladolid, que apenas hace nada se erguía (y decíamos que apenas hacía nada que se hundía), agacha de nuevo temeroso la cabeza. Todo lo que podía salir mal, en los suyo y en lo que le afecta de sus rivales, salió peor. A su estrepitosa derrota se suma que los equipos que tenía detrás o los situados inmediatamente delante consiguieron triple botín. La línea de flotación se eleva así tres peldaños sin haber subido ninguno. No es lo peor. El Celta del emergente Veiga, más en sus dominios, puede vencerte sin que las alarmas toquen a rebato. Escondido bajo una sábana, asusta el cómo. El zarandeo revuelve todo el interior. De repente, todo lo que sonaba a certeza se ha trastocado en duda. Algún jugador, además, ha quedado, ante la afición y seguramente el técnico, demasiado señalado. Como niños, cerramos los ojos esperando un nuevo giro de guion con la esperanza de que la peli acabe bien.

Publicado en "El Norte de Castilla" el 27-02-2023

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