Nuestras democracias, más que dotar de poder al conjunto de la ciudadanía, más que servir para elegir los mejores gobernantes, proporcionan un método de resolución de conflictos: nos proveemos de unas reglas, las asumimos, coexistimos…
Esas normas, aparentemente neutras, nos condicionan, nos
conforman. Se articulan para que quepan, básicamente, dos. En esta etapa
constitucional en España, los terceros han ido desapareciendo o fagocitando al
segundo si este implosionaba, caso de la UCD. PODEMOS, hijo implado del hastío
y la crisis económica, advertía de que su llegada suponía el fin del
bipartidismo. En realidad, le ha servido a este de vacuna, le ha fortalecido
los anticuerpos.
Feijóo, con tilde en la primera ‘o’, propone ahora sublimar
el modelo, otorgar el poder –un ‘todos los poderes’ será el último pasito- a la
lista más votada. Así, sin espacio para ‘excentricidades’, sin hueco para
díscolos, quedan A o B. Una fingida inocuidad que homogeneiza -anula la
capacidad de acuerdos para formar gobiernos-, condiciona –para qué votar al que
no podrá tener voz- y acalla, aún más, la vida interna de las organizaciones
políticas –la crítica beneficia a los otros-. El juego del pañuelo: se nos
alinea y se nos otorga un número y a correr.
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