El fútbol es esencialmente injusto y por eso me apasiona. Lo es de partida, biológicamente podríamos decir. La naturaleza ha otorgado a los contendientes distintas capacidades, diferente nivel. Lo es por desarrollo, por un proceso asentado en unas dinámicas de concentración que establecieron diferentes escalas competitivas. Diferentes escalas que, a su vez, consolidaron las dinámicas de concentración. Una y otra vez. Los grandes clubes actúan como campos magnéticos con un enorme poder de atracción que empequeñece a todos los que les rodean. Los demás se limitan, mientras pueden, a sobrevivir. Lo es por extensión. Mientras el alcance de la mayoría no excede de unos cientos de kilómetros, el ámbito de repercusión –y con ello el potencial de captación de recursos, la capacidad de incidencia, la presencia en medios...– de unos cuantos abarca todo el orbe. Injustísimo. Injusto, además, porque permite ganar al peor, incluso al que peor lo hace: un golpe de suerte o un aguijonazo del infortunio pueden dictar sentencia y escribir el futuro. Y precisamente por eso no quito ojo al fútbol. No porque me atraiga la injusticia implícita que conlleva, sino porque empapado en ella se asemeja a nuestra poco meliflua realidad cotidiana. Los deportes que presumen de nobleza, aquellos en los que el peor es inexorablemente sepultado por las estadísticas del poderoso, me dejan frío, se me asemejan a escenarios de huida, a parajes irreales.
El fútbol siempre apoca a los pequeños, pero les permite soñar, les ofrece la posibilidad de vencer en una pequeña batalla. Nunca en la grande, por supuesto, ahí no alcanza ni el sueño, pero sí en una pequeñita, simbólica si acaso. O menos, les alcanza con hacerle pasar una mala tarde, con joderle la siesta al que les mira por encima del hombro. Cuestión de orgullo. Si se impone, si se asume que así habrá de ocurrir casi siempre, que no sea por dejación propia, por haberles extendido la alfombra roja para que accedan alegres y vivarachos al cadalso en el que te colgarán. «Seremos peores –se dirán–, pero no menos, ni con menos piernas. Ni, por supuesto, nos faltará corazón para llegar a donde nuestro fútbol no alcance». De esa satisfacción por la dignidad intacta fluye la alegría. De saber que no somos menos; simplemente, tenemos menos y es con nosotros con quien nos corresponde medirnos. No se trata de mirarse en el espejo de los poderosos sino de tener la potestad de alegrarse más por menos, la certeza de no ser menos felices, de no ser más infelices. Ahí, en ese punto concreto, en una derrota sin respuesta, en la ausencia de competitividad, en una manifiesta falta de respuesta a las exigencias del encuentro..., radica la soberana decepción del aficionado del Real Valladolid. Ahí y en que esta imagen no ha sido accidental: se repite una y otra vez. Asusta que llegando al final, cuando corresponde apretar, el Pucela se muestra con las piernas más débiles. De esta, Pacheta ha salido malparado. Su plan del día ha hecho aguas del lateral derecho al extremo izquierdo. El equipo se ha mostrado blando en la disputa, frágil en la oposición, inconsistente cuando tenía la pelota. Su discurso edulcorado pierde fuerza en función de la cercanía del abismo y ahora nos parece que está a dos centímetros de las uñas de los pies. No sería la primera vez que el equipo, sí, con Pacheta, revierte sensaciones decadentes. Aunque la actual, quizá por ser la actual, parece más dura, de más compleja reversión. Nos agarraremos a que el próximo partido, ante el Mallorca, se jugará el Domingo de Resurrección y no hay en este momento muerto más muerto que el Pucela, mayor cruz que la que soportan sus aficionados en partidos como el de ayer.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 02-04-2023
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