Seguramente usted se haya percatado de
un hecho que, a fuerza de repetirse, se cuela de rondón entre los fenómenos
comunes e inocuos: el uso de la bandera rojigualda en el Estadio Santiago
Bernabéu. Son una parte del madridismo, portadores de un espíritu prepotente, uniformador y hegemonizador que
ha llevado a una asimilación de lo pretendidamente común como icono de parte.
Confunden su sentimiento con la verdad absoluta y no pueden comprender que alguien
no lo comparta. Marcan, pues, la barrera entre “buenos y malos”, expenden
certificados de españolismo. Son hijos de una tradición de la derecha hispana,
que ante la anuencia de la izquierda, han tejido un discurso que presenta a
España como unidad de destino,
monocromática, en el que la pluralidad se les escapa como la arena de la mano
de un niño. Su sensación de infalibilidad les lleva a menospreciar lo
discrepante por erróneo de partida y su único corolario es el triunfo. Y como
sus corifeos les adulan babosamente llegan a creerse su profecía y no asumen la
derrota. Esto explica la cara que se les ha quedado tanto a Del Bosque como a
Mayor Oreja.
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