Cada generación que llega pone en entredicho a la anterior pese a ser, siempre, demasiado parecida por el simple hecho de que la vida obliga a los que ya no son jóvenes a mirar desde otra perspectiva. Cuando fueron hijos quisieron romper las viejas estructuras que representaban sus padres, era lo natural y así se lo parecía. Años después son ellos los padres, sus hijos quieren romper, es lo natural, pero ya no se lo parece. Entonces leen que «los jóvenes de hoy aman el lujo, tienen manías y desprecian la autoridad. Responden a sus padres, cruzan las piernas y tiranizan a sus maestros» y lo suscriben. ¿Ves?, dicen, no soy el único que lo piensa. Hasta que descubre que la cita tiene casi dos mil quinientos años y pertenece a Sócrates.
Cada generación que se incorpora aporta cambios, es obvio, pero en lo sustancial todas repiten algunos patrones que se pueden resumir en dos apartados. Por una parte, han de derribar las puertas que abren la estancia de los adultos y eso no se puede hacer sin ruido, y por otra necesitan experimentar en propia carne lo que hasta hace bien poco tenían prohibido. El cuerpo, además, genera energía suficiente para pelear en ambas contiendas.
Mirando atrás, puedo recordar puntos en mi biografía que jamás querría que repitiese mi hijo. Alguno relaciona el alcohol y la carretera. Los poco más de cincuenta kilómetros que unen Peñaranda de Bracamonte con Medina del Campo son testigos de verdaderas irresponsabilidades que pudieron haber acabado en tragedia porque la carretera, por más que le pesase a Paco Costas, en pocas ocasiones concede una segunda oportunidad.
El fútbol, a veces, sí. Y vaya que le pesó ayer al Real Valladolid. Aquel extremo, tocayo mío, que en su época en el Betis oliera a estrella y se haya quedado a medio camino, había fallado un penalti cuando apenas faltaban cinco minutos para acabar un partido que su equipo no conseguía ganar. Dos minutos más tarde pudo dormir el balón en su pie, hipnotizar al portero pucelano hasta acostarlo y arropar la pelota en su corto viaje hasta lograr el beso de la red.
Esa jugada final convirtió el guion del partido en un previsible telefilm de sobremesa, uno de tantos subproductos de las factorías norteamericanas y, por tanto, lo excluyó de la programación de la Seminci. Pintaba que iba a ganar el Málaga y ganó, se veía que la defensa del Valladolid erraba con frecuencia y erró fatalmente. Sabíamos que Isco era el bueno y se adueñó del partido, hemos asumido que Omar no tiene menos calidad que el centrocampista malagueño pero no quiere, no puede o no sabe, aplicarse de forma continua y se limita a ofrecer algún fogonazo como el que sirvió de preámbulo al gol. A ver si es un simple deje propio del recién llegado, de un joven que tiene sus manías que irá perdiendo si quiere progresar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario