La
fuerza del fútbol, la misma que la de la vida, radica en que está lleno
de imperfecciones, se juega en campo abierto y por tanto la lluvia, el
aire o el frío actúan como condicionantes. Los errores son
consustanciales a la propia existencia, ahí radica buena parte de su
grandeza. En el fútbol hay quinielas y la vida es, como cantara Marisol,
una tómbola. El árbitro forma parte de ese conjunto de factores
imperfectos que afectan al desarrollo y, por tanto, más que
posiblemente, al resultado final. En nuestro particular parlamento
abrimos un hueco para que se siente un exponente de este colectivo
vejado pero siempre imprescindible, los árbitros, un mal necesario.
Nuestro protagonista debe de ser masoquista, en él se unen tres de las
tareas menos apreciadas en nuestra sociedad, a la condición de árbitro,
hay que añadir que ejerce como abogado y es representante político en
uno de los municipios más poblados de la provincia. Julián Rodríguez
Santiago sonríe mientras recuerda y lanza una pregunta que suena a
resignación ¿de qué vivirían, dice, los periódicos de no ser por
nosotros?
Ahora
puede hablar y se muestra cercano, algo que ahora puede hacer porque
los árbitros están obligados a guardar silencio mientras cuando están en
ejercicio. (lo veo un poco enrevesado, se puede decir de forma más
simple?) Julián defiende esa política de boca cerrada porque: “Estamos
siempre expuestos y los medios buscan ese lado mordaz, la polémica, el
titular altisonante”. Escucharle modifica permite adentrarte en un mundo
ignoto que se rige por unos criterios que, según él, tienen que ser
estrictamente internos. Te desarma porque lo defiende con tanta pasión
como argumentos, parece que es así porque así tiene que ser. No puede
poner la mano en el fuego por los demás pero a él jura que nunca nadie
le ha hecho la más mínima insinuación, a pesar de la gran cantidad de
dinero que hay en juego. Si esto es cierto, será verdad que en España
nunca pasa nada, porque Alemania, Italia o Portugal han conocido
recientemente casos de corrupción. Él cree que el hecho de que sean
profesionales del arbitraje propicia esa limpieza; aquí y ahora no
tienen necesidad económica, están, reconoce, bien pagados. Asumiendo
errores, por supuesto.
A
sus 47 años aún le reluce la cara con una sonrisa entre pícara e
ingenua del niño que fue, ese niño que entró en el arbitraje para sacar
un dinerillo y además poder ver los partidos del Real Valladolid y que, a
escondidas, fue a veces juez, a veces parte; jugaba en un campo y
pitaba en otro. Con 17 años le pillaron y tuvo que elegir. Va más atrás
de ese primer día en que el silbato le invistió de autoridad y recuerda
como en el colegio Cristo Rey insultó a un árbitro porque había
'perjudicado' a los de su colegio. “Estuve tentado de tirarte una
piedra” le dijo años después a ese colegiado cuando coincidió con él.
Siguió estudiando porque era consciente de que nunca sobra la formación y
porque nunca pensó que el arbitraje iba a ser su profesión, al menos
hasta que llegó a la Segunda División entendió su labor como una
actividad que le permitía viajar y estar rodeado de colegas que eran sus
amigos. Acabada su carrera de derecho tuvo que elegir y eligió la
profesión pensando que era una renuncia al arbitraje ya que tenía que
cambiar de colegio y eso le supondría un handicap. Primer
destino: La Coruña, donde sus sospechas casi se hacen realidad. Segunda
parada: Badajoz, allí le recibieron con los brazos abiertos y pudo
compatibilizar ambas tareas.
Estando
en la categoría de plata la empresa le traslada a Burgos y supo, tras
un viaje a Elche casi sin dormir que tenía que elegir. Las cosas habían
cambiado, ya no era un principiante sino todo un árbitro de la Segunda.
No hubo dudas. Y visto desde el futuro, acertó, ascendió a la máxima
categoría, fue internacional... aunque no consiguió uno de sus sueños:
ser olímpico, palpar el ambiente de la Villa.
Los
árbitros tampoco son eternos y un día se ven obligados a dejar el
silbato en casa de forma definitiva. A partir de ese momento se dedicó
en exclusiva a su profesión en Medina del Campo hasta que uno de sus
profesores en la Universidad, Mario Bedera, le propuso incorporarse a la
lista de candidatos en las últimas elecciones municipales. Aceptó.
Julián veía a los políticos como otros vemos a los árbitros, desde la
barrera. Hoy ya no. “Es fácil criticar al árbitro desde la grada de un
estadio o al político desde la barra de un bar pero hay mucho mérito en
el trabajo de los políticos, sobre todo los de ayuntamientos pequeños”.
Su triple cruz no le quita el ánimo pero Julián Rodríguez Santiago vive
sabiendo que a los árbitros, a los abogados y a los políticos nadie les
perdona un error, que sus aciertos pasan inadvertidos y sus fallos son
la coartada en la que muchos se escudan. Se conforma con que la
educación, el conocimiento y el respeto imperen. En el fútbol y en la
vida. Parece fácil pero...
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