Los nombres de las personas, como los títulos de los libros o los
artículos, tienen su pequeña historia.
A veces la casualidad bautiza. Durante 19 años me llamé Celestino. Fueron casi dos décadas en las que ya tenía nombre sin haber aún nacido. Mi padre -como todos los niños de esa Castilla hidalga, pobre y ensimismada en las viejas historias de los siglos en que sus reyes dominaban territorios tan amplios que no se ponía el sol; mientras, a la vez, con tanta hambre como para obligar a sus habitantes a trabajar como si el sol no se pusiera- sabía que en su futuro estaban el arado y los hijos. Con 11 años se sabía padre y agricultor. Entonces, inopinadamente, murió mi abuelo, su padre. También padre y también agricultor. Ese día tomó la decisión: su hijo mayor se habría de llamar Celestino como el difunto que involuntariamente le dejaba desamparado, como él mismo que acababa de atravesar la línea de sombra del dintel que certifica la irremisible muerte de la infancia para entrar en el hosco territorio de la vida adulta. Desde entonces, el niño que se tuvo que hacer hombre demasiado pronto, soñaba con una criatura acurrucada en sus brazos al que llamaba Celestino. Así fue hasta una semana antes de que yo naciera. Entonces quiso el destino -esa forma de llamar a las cosas que van ocurriendo- que muriese mi otro abuelo y, claro, la cercanía pudo más, heredé el 'Joaquín' y el 'Celestino' quedó postergado para otro hijo que a buen seguro habría de llegar.
Otras veces, sobre todo cuando se trata de efectos culturales, los títulos pretenden llamar la atención, sugerir. Así, cuando uno lee en la portada de un libro ‘El dios de las pequeñas cosas’ cree que se encuentra ante una recreación ñoña de una arcadia feliz a la que se llega a través de gestos cotidianos o ante un infierno al que se accede por el camino de las mezquindades habituales. Nada más lejos de la realidad, Arundhati Roy nos ofrece, sin concesiones, la intrincada historia de tres generaciones de una misma familia. No son pequeñas las ‘cosas’ que brotan de las páginas de esta novela, pero sí más pequeñas que las que, a partir de ellas, se van desencadenando y que condenan a dos hermanos gemelos, rotos por lo vivido, a 24 años de separación.
La condena del Real Valladolid ha sido menor, ha dejado de añadir uno o tres puntos a su desahogada situación, pero la derrota es, en parte, achacable a los designios de ese dios de las pequeñas cosas empeñado en que el Pucela regresara a casa con la cesta vacía. Eso a pesar de que al principio nos quiso engañar cuando un despeje de la defensa levantina puso el balón en el pie de Baraja y este, con un zurdazo sorpresivo, puso a los castellanos con ventaja. Honores al capitán que, por primera vez, jugaba por elección y no por eliminación. A partir de ahí, el dios se ensañó. Por un pequeño paso, Dani no pudo evitar el gol del empate. Por querer perder unos pequeños segundos con un cambio, Neira entra en el campo. Hace lo que no debe, perder el balón en terreno peligroso, y permite al levantinista Martins enfilar la portería. Yerra, pero fue un error providencial. De haber controlado bien podría no haber marcado, pero fallando propició la aparición de un tren desbocado llamado Rukavina y el gol en propia puerta. Errores, pequeñas cosas, que resultaron fatales para unos y gloria bendita para otros. Nos dejó cara de tontos y a mí un artículo sin título. Pensé que ‘La Celestina’ estaría bien, pero alguien se me adelantó.
A veces la casualidad bautiza. Durante 19 años me llamé Celestino. Fueron casi dos décadas en las que ya tenía nombre sin haber aún nacido. Mi padre -como todos los niños de esa Castilla hidalga, pobre y ensimismada en las viejas historias de los siglos en que sus reyes dominaban territorios tan amplios que no se ponía el sol; mientras, a la vez, con tanta hambre como para obligar a sus habitantes a trabajar como si el sol no se pusiera- sabía que en su futuro estaban el arado y los hijos. Con 11 años se sabía padre y agricultor. Entonces, inopinadamente, murió mi abuelo, su padre. También padre y también agricultor. Ese día tomó la decisión: su hijo mayor se habría de llamar Celestino como el difunto que involuntariamente le dejaba desamparado, como él mismo que acababa de atravesar la línea de sombra del dintel que certifica la irremisible muerte de la infancia para entrar en el hosco territorio de la vida adulta. Desde entonces, el niño que se tuvo que hacer hombre demasiado pronto, soñaba con una criatura acurrucada en sus brazos al que llamaba Celestino. Así fue hasta una semana antes de que yo naciera. Entonces quiso el destino -esa forma de llamar a las cosas que van ocurriendo- que muriese mi otro abuelo y, claro, la cercanía pudo más, heredé el 'Joaquín' y el 'Celestino' quedó postergado para otro hijo que a buen seguro habría de llegar.
Otras veces, sobre todo cuando se trata de efectos culturales, los títulos pretenden llamar la atención, sugerir. Así, cuando uno lee en la portada de un libro ‘El dios de las pequeñas cosas’ cree que se encuentra ante una recreación ñoña de una arcadia feliz a la que se llega a través de gestos cotidianos o ante un infierno al que se accede por el camino de las mezquindades habituales. Nada más lejos de la realidad, Arundhati Roy nos ofrece, sin concesiones, la intrincada historia de tres generaciones de una misma familia. No son pequeñas las ‘cosas’ que brotan de las páginas de esta novela, pero sí más pequeñas que las que, a partir de ellas, se van desencadenando y que condenan a dos hermanos gemelos, rotos por lo vivido, a 24 años de separación.
La condena del Real Valladolid ha sido menor, ha dejado de añadir uno o tres puntos a su desahogada situación, pero la derrota es, en parte, achacable a los designios de ese dios de las pequeñas cosas empeñado en que el Pucela regresara a casa con la cesta vacía. Eso a pesar de que al principio nos quiso engañar cuando un despeje de la defensa levantina puso el balón en el pie de Baraja y este, con un zurdazo sorpresivo, puso a los castellanos con ventaja. Honores al capitán que, por primera vez, jugaba por elección y no por eliminación. A partir de ahí, el dios se ensañó. Por un pequeño paso, Dani no pudo evitar el gol del empate. Por querer perder unos pequeños segundos con un cambio, Neira entra en el campo. Hace lo que no debe, perder el balón en terreno peligroso, y permite al levantinista Martins enfilar la portería. Yerra, pero fue un error providencial. De haber controlado bien podría no haber marcado, pero fallando propició la aparición de un tren desbocado llamado Rukavina y el gol en propia puerta. Errores, pequeñas cosas, que resultaron fatales para unos y gloria bendita para otros. Nos dejó cara de tontos y a mí un artículo sin título. Pensé que ‘La Celestina’ estaría bien, pero alguien se me adelantó.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 27-01-2013
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