Con la cena sin apenas digerir, en cuanto hayamos
comido la última uva al ritmo del reloj de la Puerta del Sol, se
cumplirá el medio siglo de aquella sarta de astracanadas englobadas en
el infamante título de ‘Veinticinco años de paz’ que fueron ideadas y
dirigidas por Manuel Fraga para que sirvieran como un panegírico del
régimen franquista. Con los cuerpos aún calientes del fusilado Julián
Grimau y de Francisco Granados y Joaquín Delgado pasados por el garrote
vil, con el Siniestro Tribunal de Orden Público recién parido, el
entonces ministro de Información y Turismo hizo suyo el encargo de
ofrecer ante la ciudadanía (la propia y la exterior) una cara amable de
la dictadura. Barrida durante la guerra la España republicana,
silenciados en la posguerra los rescoldos de oposición, se hacía
necesario esgrimir una sonrisa y dirigir un verbo conciliador que
escondiera los cadáveres bajo la alfombra.
Ahora, el régimen, podía presumir de paz interna y
vender las bondades de este ‘nuevo país’ en la vieja Europa. Bondades
que se englobaban en una palabra: el orden. España era ahora un país
ordenado. No les faltaba razón, nadie podía traspasar las líneas
impuestas. Habrá quien añore ese tipo de sociedad-cuartel en la que el
miedo es la primera emoción del resto, pero para ese resto el día a día
de silencio y de ficción se convierte en insoportable. Como contrapunto
de esta concepción claustrófobica de las calles están aquellas
sociedades en las que sus miembros respetan unos principios básicos y
asumidos de forma colectiva, pero además pueden vivir en libertad. Se
podría hablar de sociedades con orden. Y es que con la misma palabra se
pueden definir realidades casi antagónicas.
El Real Valladolid que jugó ayer la primera parte (podría repetir lo
dicho hace un par de jornadas frente al Sevilla) era un equipo ordenado.
Cada cual estaba en su sitio, ninguno rehuía de sus responsabilidades,
pero no había más plan que el de balón adelante y que ‘sea lo que Dios
quiera’. Plan que vale si el rival no te marca o si, como frente al Rayo
Vallecano, el rival te engalana el camino. Ayer no se dio ninguno de
los casos y Javi Baraja fue el señalado por la grada como responsable de
la hecatombe que parecía avecinarse. Pero él no puede tener culpa de no
hacer algo que no sabe hacer. El capitán es un digno jugador pero no
puede ser el arquitecto de un equipo que, además, tiene al único
delineante aquejado de algo.
El Valladolid que apareció tras el descanso ya era un equipo con orden.
Álvaro Rubio tiene calidad en sus botas y fútbol en su cabeza y un plan
en la cartera. Se ubicó en una zona del campo que debería llevar su
nombre cuando se jubile, perdió un balón y algún ¿aficionado? le llamó
abuelo. Siguió a lo suyo. Buscaba al compañero mejor dispuesto para que
desplegara sus cualidades, acompañaba para generar superioridades y,
sobre todo, hacía que sus compañeros perdieran el miedo. Ahora podían
pasear libremente por el campo como ciudadanos responsables. Como si
fuera un deja vu, como si ya conociésemos el resultado, el balón fluía
con la naturalidad con la que caen los cuerpos. Llegó el empate que pudo
haber sido mucho más si llega a entrar ese maldito penalti, pero
nuestras caras apuntaban a sonrisa. La del orden, no la de los
ordenados.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 31-10-2013
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