El
lobo no había conseguido su propósito en el primer intento, pero no se dio por
vencido. Caminó hasta el molino y allí pudo blanquear la pata metiéndola en un
saco de harina. Ahora sí, pensó, Regresó ufano a la casa de los siete
cabritillos. Una vez allí golpeó dos veces la aldaba, escuchó el estruendo de
la chavalería e imposto la voz.
-Abrid
la puerta hijos míos, soy vuestra madre.
Los
cabritillos, advertidos tras el primer intento, desconfiaban. Antes enséñanos
la pata, dijeron. El lobo les mostró la pata enharinada y las ingenuas
criaturas se convencieron de que era su madre quien estaba detrás. El resto del
cuento de Perrault ya lo conocemos.
En
su primer intento, el ministro Wert llamó a la puerta de los ‘Erasmus’, pero
estos le pidieron que enseñara la pata. Wert se la mostró. Es parda, no eres
nuestra madre, le dijeron. El ministro, incrédulo, se la tuvo que mirar. Cuando
comprobó que, efectivamente, su pata no parecía blanca se sorprendió.
-Si
no hace tanto la introduje en un saco de yeso.
No
era consciente de que, tras tantas veces haber enseñado la patita, el polvillo
blanquecino se había ido difuminando. O quizá el error fue que, al igual que
sus compañeros de manada, tras haberse salido con la suya en otras ocasiones,
había llegado a pensar que podían actuar impunemente, más en este caso ya que los
cabritillos eran, cosas de la edad, unos pardillos. Es menos creíble la otra
teoría, que se creyera su propia mentira.
Wert
camina hacia el molino. El ‘recorte Erasmus’ se posterga, pero volverá. A por
estos y a por el resto. Volverá a mostrar el pelo emblanquecido y cenará
cabritillo.
Alguno de estos
jóvenes que ha sentido el aliento en el cuello había salido a la calle ante
otros embates, pero sigue siendo necesaria más respuesta y de más gente. Otros
han recibido la primera lección de realidad, esta generación no puede ser como
aquella predecesora que creyó vivir en un lugar serio hasta que el estallido de
la burbuja les hizo comprobar que vivían un país de mentira (y de mentiras). Al
final siempre se escarmienta en la propia cabeza pues, como dijo Galbraith, la
memoria de los timos dura una generación.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 07-11-2013
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