Aún recuerdo la cara de muerta de la ‘señá’ Paca. El cura había hecho una seña y, a la orden, algún hombre del pueblo levantó la tapa del ataúd. Allí estaba ella, quieta, peinada, ajena a todo lo que pasaba a su alrededor; con el mismo gesto de relajación que todas esas otras veces que la había visto traspuesta en el sillón. Yo, que apenas levantaba un palmo del suelo, también estaba allí, viendo, por primera vez, un cadáver. Aquel hecho no era extraño, no hace tanto, se miraba a la muerte cara a cara. Se la miraba y se hablaba de ella sin remilgos, sin pudores, sin eufemismos, con la naturalidad de cualquier hecho natural. Cada vez que una persona del pueblo fallecía, mi madre, venía a mí y me decía: “Se ha muerto fulanito” y ya, sin plantearse si me iba a generar algún tipo de trauma porque, efectivamente, no hay trauma que valga cuando la relación con la vida, y la muerte es parte de la esencia misma de la vida, se afronta, desde el principio, en su totalidad. Me lo decía como me decía: “Menganita tiene un cáncer” o “A Zutanito le ha dado un ataque de corazón y está en la UVI”. Hoy la enfermedad se recluye en hospitales y la muerte, directamente, se esconde. No existe el contacto con ese corolario de la vida, como si enfermar o morirse fuera algo de mal gusto. Pero la parca está ahí, preparada para venir sin que sepamos con qué prisa. Puede llegar cuando menos te lo esperas, como no llegar por más que parezca anunciarse. Morir, al fin, es tan fácil como difícil. Y bueno es saberlo. Un ‘bueno’ que no planteo con el sentido moral que destila la parábola del Evangelio de Mateo de las 10 doncellas, cinco necias y cinco sensatas, que salieron a esperar al esposo; no hablo de ‘preparación ante’ sino de ‘consciencia de’.
Los goles en el fútbol son metáfora de esa fina línea que separa –o une-la supervivencia y la muerte. Sobrevive el que lo marca, muere el que lo recibe. Tras cada gol, también, la vida sigue y el ciclo continúa. El Pucela se encontraba caminando sobre ese alambre. De repente, la muerte le estaba mirando a la cara, tal vez, por no haber sido consciente hasta ahora de esa posibilidad. Cuando se quiso dar cuenta, el riesgo era demasiado evidente. Ayer era el día en que habría de saber el diagnóstico. La prueba del Albacete era la biopsia que le mostraría el estado real de su salud. Entró en la sala achacoso y no mejoró mucho sus andares en la salida. El cuerpo parecía enfermo, pero las cifras que mostraban los resultados del análisis le permiten saber que tiene correa, que muchos excesos tendría que cometer para que la amenaza se torne cierta. Pero el susto queda en el cuerpo.
Ese 1-0 fue un triunfo sin alegría, sin estridencias. Sin embargo se convirtió en un bálsamo, en la alegría por acercarse a cumplir la más baja de las expectativas, pero, a su vez, la más importante de todas: sobrevivir.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 15-05-2016
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