Los estanques se llenan de color, de todos los colores, cuando los
nenúfares florecen. Esta exhibición de hermosura no va más allá de los cuatro o
cinco días, pues ese es el tiempo que dura su efímera vida. Una especie de tapete verde cubre el agua y
sirve de tenue soporte a tan delicadas flores. Si la vida de la flor es corta;
la del tapete, no. Este permanece enraizado en las tierras del fondo del
estanque.
En el jardín de la casa que adquirió el pintor parisino Claude Monet en
Giverny dejó espacio para un estanque en el que habrían de enseñorearse estas
flores. Monet fue capaz de atrapar esos instantes de belleza y perpetuarlos por
medio del óleo.
Pero esta planta también es protagonista de un pequeño cuento que sirve
de imagen para mostrar una realidad que se enraíza, como el propio nenúfar, debajo de la línea del
agua, en ese punto donde no podemos verla salvo que hagamos un esfuerzo por
ello. “En un estanque de aguas claras brota una primera planta. La estampa es
preciosa. Al día siguiente, brota una segunda. El observador se recrea aun más
con la visión. Al tercer día son ya cuatro los nenúfares que ofrecen sus
flores. El paisaje es tan majestuoso que no queda más remedio que sentarse y
contemplarlo… Así, cada día, el número de plantas duplica al del día anterior y
la belleza se propaga. Pasados, pongamos por caso, cuarenta días, los nenúfares
cubren medio estanque. Cada vez la estampa es más embriagadora, dice un
visitante. No por mucho más tiempo -replica su acompañante- después de mañana
no habrá más. El primer interlocutor,
perplejo, cae en la cuenta: es tal el afán invasor de la planta, que su ritmo
de crecimiento le llevará a cubrir en un día tanto espacio como el que había
ocupado en los cuarenta anteriores”. Escondido por el ritmo de desarrollo (y,
por tanto, de consumo) en el que están enfrascadas nuestras sociedades, habita
otra sorpresa: la inexorable necesidad de un crecimiento exponencial para poder
mantener el tinglado en pie, la imperiosa necesidad de aumentar las exigencias
de recursos al planeta. Cada día le pedimos más y así, ciegos, no sabremos
percibir que estamos en la víspera, que el propio planeta mañana mismo se quedará
pequeño, que no da más de sí.
Da la sensación que los riesgos solo se ven cuando ya es inevitable caer
en ellos. Siempre pensamos que aún queda mucho para que algo ocurra, que el
peligro está lejos, que no nos va a tocar a nosotros –escribo esto mientras
fumo un cigarrillo-, hasta que de sopetón recibimos la noticia cuando ya
estamos atrapados en ella. Perder un partido es un hecho intrascendente, al fin
y al cabo es parte de la esencia del juego. Perder otro, una mala noticia. Pero
cuando la línea de crecimiento de la derrota se mantiene constante, llega el
momento en que los recursos se agotan. Advertirlo, cuando el estanque está
medio lleno, puede parecer sencillo; lo complicado es romper esa tendencia. El
Pucela anda en esas, con cada vez menos agua limpia. Desde aquí se lleva
advirtiendo desde hace un mes. Entonces había aún espacio suficiente. Escribir
‘descenso’ parecía un ejercicio propio de agoreros, de malasombras, pero no.
Era, pura y llanamente, en vez de especular con los deseos, hacer cuentas con
la realidad: No estamos para ganar a nadie y de abajo vienen zumbando.
La derrota de ayer, tomada fuera de contexto, era de las que se pueden
dar, al fin y al cabo era con el segundo de la tabla. Pero en este momento es
una más que suma a una lista interminable. Queda un consuelo: aún queda mucho
más de medio estanque por llenar, hay tiempo para frenar este ritmo
desenfrenado de derrotas. El partido del Albacete le tengo marcado en el
calendario desde hace unas semanas. Será entonces o solo nos quedará pensar en
sacar los recursos de otro planeta.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 09-05-2016
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