Quizá fuese el silencio más estruendoso de la historia del deporte.
El uruguayo Ghiggia, cuando comprobó que Barbosa, el portero brasileño, en su
intento de cerrar la línea de pase, había dejado al descubierto un espacio
entre él y el primer palo, golpeó virulentamente el balón que terminaría
alojándose en la red. Maracaná, 200.000 personas, que eran todo Brasil, festejando lo que a buen seguro habría de ser, súbitamente calló.
Esa máquina brasileña de hacer fútbol hubiera tenido suficiente
con un simple empate: aquel partido no era propiamente una final del mundial,
sino el último encuentro de una liguilla de cuatro, un simple formalismo previo
a la recepción de la copa de campeón. No es que lo esperado fuese la victoria, es
que el público asistió para celebrar el avasallamiento a los uruguayos. Obdulio
Varela, el ‘Negro Jefe’ de la celeste, así lo reconocía: “…si ese partido lo
jugábamos otras 99 veces las perdíamos, pero ese día nos tocó el cien”.
Tras ese gol, el segundo de los charrúas que servía para remontar el tanto inicial brasileño, otro negro, el portero Moacir Barbosa, dejó de existir en la memoria de sus compatriotas. “Llegué –explicó después- a tocarla y creí que la había desviado al tiro de esquina, pero escuché el silencio del estadio y me tuve que armar de valor para mirar hacia atrás”. A partir de ese gol, el desprecio cubrió su vida. “En Brasil, la condena máxima es de 30 años. La mía fue perpetua”.
Tras ese gol, el segundo de los charrúas que servía para remontar el tanto inicial brasileño, otro negro, el portero Moacir Barbosa, dejó de existir en la memoria de sus compatriotas. “Llegué –explicó después- a tocarla y creí que la había desviado al tiro de esquina, pero escuché el silencio del estadio y me tuve que armar de valor para mirar hacia atrás”. A partir de ese gol, el desprecio cubrió su vida. “En Brasil, la condena máxima es de 30 años. La mía fue perpetua”.
Aquel
episodio de 1950 fue denominado, y así quedo grabado para la posteridad, como el
‘Maracanazo’. Desde aquel momento en que dos negros se repartieron la gloria y
el vilipendio, cualquier resultado trascendente en el ámbito deportivo que
contradiga los pilares de la lógica, más aun si ocurre en la casa del favorito
derrotado, adquiere con carácter definitivo un nombre propio rematado con el
sufijo ‘azo’.
Cuarenta
y dos años después, la selección española de baloncesto se aprestaba para
competir en los Juegos Olímpicos de Barcelona. Esa generación de jugadores
había conseguido inundar España de baloncesto, eran casi los mismos que ocho
años antes, en la final olímpica de los Ángeles, habían retado a la selección
norteamericana del propio Michael Jordan. Pero los años habían pasado y no en
vano. El 31 de julio era la fecha señalada para enfrentarse a la ‘débil’
Angola, la perita en dulce del grupo. Los angoleños habrían de pagar los platos
rotos de las derrotas previas frente a Croacia y Alemania.
Angola
era África y África no era nada. Es cierto que, cosas de la vida y de la
posguerra, en 1949 una selección africana, la de Egipto, había conseguido
alzarse con el título de campeona de Europa de selecciones de baloncesto pero
aquello había ocurrido en la prehistoria. Tan era así que aquel campeonato sui
generis se celebró en El Cairo y solo participaron siete selecciones entre las
que se encontraban Líbano, Siria, Turquía y el propio equipo anfitrión. Es
cierto, igualmente, que eran multitud los africanos que habían destacado en
diversos ámbitos deportivos. Sin ir más lejos, en el propio baloncesto, el
nigeriano Hakeen Olajuwon era una de las principales figuras. En otros casos,
el colonialismo rompía determinados orígenes como en el caso del futbolista
Eusebio da Silva quien es considerado – pese a haber nacido en Maputo
(Mozambique) y tener allí todas sus raíces- como el mejor futbolista portugués
de la historia.
Pero
una cosa era que hubiera deportistas de renombre y otra que un equipo pudiera
hacer frente a las potencias europeas. Eso no estaba escrito. Que Angola fuese
la campeona de África era poca cosa, al fin y al cabo, los equipos africanos
tenían poca tradición –de hecho, la mayor parte de sus países no existían como
estado hasta hacía cuatro días- y eran considerados rivales de menor entidad.
Pero ese día los Epi, Villacampa, Jiménez o Biriukov, vieron como un grupo
desconocido de africanos comandado por Jean Jacques Conceição bien secundado
por Guimaraes y Dias se fue imponiendo hasta concluir el partido con una
diferencia de veinte puntos. El Palau Olimpic de Barcelona, como antaño
Maracaná, escuchó el silencio producido por ese ‘Angolazo’.
La
selección española no se clasificó para la lucha por las medallas y tuvo que
jugar el partido por el noveno puesto frente a… Angola. En esa revancha, los
jugadores españoles, debía ser que habían digerido mal el primer trago, rozaron
lo extradeportivo. Ese día, el propio Conceição relató que "no ha sido un
partido de baloncesto, sino de fútbol americano". España se impuso por tres
puntos en un partido demasiado accidentado cuyo colofón fue una pelea al
finalizar el partido. Un partido que puso fin a una generación de
extraordinarios jugadores españoles y marcó el fin de ciclo de Antonio Díaz
Miguel al frente de la selección, un campeonato que marcaría el comienzo de una
hegemonía en el baloncesto africano: la de la selección angoleña que, salvo
una, la de 1997, ha disputado todas las finales de los doce campeonatos
africanos celebrados desde entonces, imponiéndose, además, en nueve de ellas.
Publicado en la revista UMOYA
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