Imagen tomada de hogarmania.com |
Si algo sabemos de trigonometría, si somos capaces de
entender qué es un hiato o si recordamos que a los reyes de la dinastía de los
Habsburgo se les dividía en Austrias mayores y menores, se lo debemos en mayor
medida a las vacas, cerdos y ovejas que a nuestras multicentenarias
universidades. Con su leche, su carne, su lana -unido al ingente trabajo de
nuestros padres- se pudieron pagar los estudios de varias generaciones,
estudios que habrían de servirnos para aquel etéreo ‘ser algo en la vida’, para
aquel concreto ‘no tener que trabajar y sufrir tanto como nosotros’.
Quien ha visto llorar a su madre por una gallina que se
ahogaba o lanzar juramentos al aire ante una vaca recién parida a la que se la
habían salido ‘las madres’ es consciente del peso que en nuestras vidas ha
tenido esa ganadería ‘de pocas en pocas’, alguna vaquilla en la cuadra, algún
cerdo en la pocilga o un pequeño rebaño al que pastorear. Cosas de la vida,
esos mismos animales, con pagarnos los estudios, pusieron fin a los tiempos de
las cuadras, las pocilgas y las cijas.
Mirar atrás no es siempre un ejercicio de nostalgia; en
ocasiones, palabra de quien se mueve en bici, sirve para orientarse, para
calcular la distancia al tiempo que dejamos atrás, para, entendiendo el camino
transitado, comprender los riesgos y las vicisitudes del tramo pendiente.
Muerto el estilo de vida, desaparece el escenario en el que
esta se desarrolla. Los pueblos se vaciaron. Pueblos que, uno tras otro, al
lado de otro, conforman un territorio desocupado, un espacio con aires de
desierto, una tierra que vale lo que cuesta el metro cuadrado de su suelo.
Aquellas pocas vacas, cerdos, ovejas, son pocas, muy pocas,
para los tiempos actuales en los que la rentabilidad, la eficiencia, se asocia
al tamaño. Para volver a generar empleo, nos dicen, es necesario volver a lo de
antes pero a lo bestia. Y se anuncian granjas de miles, cuando no decenas de
miles, de cerdos. Antes, en Holanda, Dinamarca o Alemania endurecieron las
condiciones, pero nosotros no andamos para exquisiteces, para andar pendientes
de las posibles contraindicaciones: cualquier cosa que sirve para anunciar un
futuro de promisión, cuela.
Lo triste y cierto es que la idea de las macrogranjas brotó
el mismo día que nos fuimos a estudiar, el día en que, como Daniel, ‘el Mochuelo’,
aquel personaje de Delibes, emprendimos el camino a la ciudad para ser algo en
la vida.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 16-11-2018
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