La ciencia ficción tiene tanto de ficción como poco de
ciencia. Lo que en los productos de este género se narra se sustenta en la pura
especulación, nada de lo que se aparta de la materialidad científica actual
está testado ni sujeto a método alguno. La solidez de los relatos depende
únicamente de la verosimilitud que el autor sea capaz de transmitir. Dentro de
este ámbito, me resultan especialmente interesantes las distopías, las obras
cuyo ámbito de especulación son las realidades potenciales. Y entre ellas, las
que escritas antaño, relatan hogaño: las que nos permiten comparar el grado de
coincidencia entre la realidad y lo ficcionado.
Llegó 1984 y fue alabada la lucidez de Orwell. No siendo la
misma, la sociedad imaginada por el autor británico atinó en muchos sentidos -la
neolengua, policía del pensamiento o la
posibilidad de vigilancia permanente- con la dirección que tomaría nuestra real
realidad.
Llegó 2001 sin alcanzar Júpiter, sin odiseas en el espacio.
Entendimos sin embargo que había un hilo que conectaba los humanos del pasado
con los del futuro, una capacidad valedora de nuestra humanidad, una destreza
que no nos convierte, ni de lejos, en seres perfectos pero que nos permite
caminar: la inteligencia.
Llega noviembre de 2019. Mes y año en que Ridley Scott situó,
allá por los tiempos del Naranjito, su Blade Runner. Vista con los ojos de hoy,
podríamos discutir sobre si habitamos más o menos cerca de aquella conjetura: la
ficción nos adentra en una sociedad oscura, desasosegante, apocalíptica,
eminentemente urbana.
Cuando regreso a cualquiera de ellas, todas me suscitan una sensación
similar: la de asumir que la visión del futurible nos aterra tan solo porque
existe una distancia temporal enorme entre el momento en que se presenta la
obra y los tiempos en que se desarrolla la realidad que se pretende reflejar. Que
si el camino lo hubiésemos transitado paso a paso, esa misma realidad la
entenderíamos como ‘lo normal’. No es lo mismo noviembre de 2019 desde 1982 que
desde el 31 de octubre de este mismo año. El presente imaginado para dentro de
37 años será siempre menos soportable que un presente idéntico al que se haya llegado desde el día anterior. Cucharadita a
cucharadita, nos metemos el plato entre pecho y espalda. Responsabilidad, lo
llaman.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 07-10-2019
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