Mi barrio no es especialmente bonito, es así, qué se va a
hacer; pero cuenta con una circunstancia que lo convierte en particular: está
prácticamente rodeado por corrientes de agua. Por eso, cuando alguien se acerca
por la Victoria con la intención de que demos un paseo, terminamos acompañando al Pisuerga
o al canal de Castilla. En una de estas, el paseo se dio con una amiga que
nunca antes se había acercado por aquí. Subimos por la calle Fuente el Sol
hasta encontrarnos con el canal en la pasarela, giramos hacia la izquierda
buscando la dársena, atravesamos la avenida de Gijón sobre la tubería en la que
el agua se esconde y cerramos el circuito acompañando al canal en el tramo
previo a hundirse bajo el molino que luego fue hotel de infausto recuerdo.
Ahí, justo donde el Canal desaparece antes de desaguar, con un frío de mil
demonios, le comento a mi amiga que ese día el escenario parecía desvaído, que
habitualmente suele haber algunos patos o aves de la misma condición. Su lógica
se activó.
-Claro, con el frío que hace estarán resguardados.
Sonreí con cierta maledicencia y me hice eco de una leyenda
urbana.
-O han terminado en alguna cazuela guisados a la naranja.
Inesperadamente -para mí-, a la mujer se le cayó la sonrisa
al suelo.
-Pobrecitos, no puede ser que les hagan eso.
-Pobrecitos, no puede ser que les hagan eso.
Yo flipaba. De repente, la hipotética desaparición de unos
patos hipotéticos le apagó el ánimo, cuando ella, sin sufrir pena alguna,
trabajaba en una empresa en la que cada día miles de pollos -estos sí, reales- son
sacrificados, despiezados y puestos en bandejas listas para la venta.
Me acuerdo de mi amiga y de esa escena cada vez que como
sociedad nos sumergimos -o nos dejamos sumergir por los dirigentes políticos- en
una polémica de cuarta o quinta categoría, cuando entramos en ardientes debates
sobre patos inexistentes, mientras los pollos que sí existen siguen abocados al
padecimiento. De tanto en tanto, algún dato de algún informe -el último el de
Oxfam-, nos alerta pero enseguida volvemos a los patos. Somos así, o no vemos
los pollos, o no los queremos ver, o nos duele verlo y miramos para otro sitio,
o, quizá sea esto, entendemos que somos cisnes y nos la trae al pairo la suerte
de los pollos.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 23-01-2020
Así es.Vivimis varias realidades.En una hay patos libres volando alegres, en otra...nos los comemos. La verdad no nos gustaría saberla
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