Foto "El Norte de Castilla" |
El dinero es un argumento recurrente cuando se habla de fútbol. En realidad da casi igual de lo que se hable, el asunto del dinero permea cualquier ámbito. El fútbol simplemente no es una excepción; siempre anda, por tanto, con el dinero a vueltas. Las cuestiones pecuniarias sirven tanto para ponderar los logros de un equipo, como para justificar decepciones o asumir que el caché de algunos futbolistas es inasumible para tal o cual club. También son útiles como lanzas que justifican la cicatería y mezquindad de algunas propuestas futbolísticas: «somos pobres, no podemos jugar de otra manera». Siendo así, la labor más importante de cualquier directiva, desde las rifas de un jamón en los tiempos de la prehistoria hasta los patrocinios de la actual era mercantilista, consiste en encontrar los cuartos necesarios para mantener vivo el tinglado. Como los gastos no dejan de crecer, los clubes se ven apremiados para que el volumen de los ingresos aumente al mismo ritmo. Miles son las cabezas que rebuscan fórmulas que permitan la rentabilidad de los clubes. Alguna de ellas trabaja para el Real Valladolid y ya ha pensado, y si no aquí dejo la idea, en nuevo nicho de negocio aún sin explotar. Si han tenido éxito canales de vídeo que se limitan a emitir el movimiento de pececitos de colores en una pecera y a envolver dichas imágenes con música new age, ¿por qué no se venden a hospitales, residencias de personas mayores o salones de yoga los últimos partidos del Pucela editados sobre una base melódica de Loreena McKennitt o Ludovico Einaudi? Sería una amable y certera forma de vender calma, paz, sosiego y sueño a cambio de unos eurillos que harían feliz a Ronaldo.
Ayer, en casa, frente al último de la fila, el partido era propicio para dar un puñetazo en la mesa, para ajusticiar a un rival que viene peor que nosotros, para erigirnos en protagonistas de nuestro destino. Pues agua. Peces de colores. Un tostón insalubre de un equipo más pendiente de dejar pasar el tiempo sin que nada ocurra en su transcurso que de crear, creer y lanzarse. Menos mal que el Espanyol es un grupo que empezó el curso sin que nada le saliera bien y poco a poco, traspiés a traspiés, ha ido perdiendo hasta el oremus. Solo así se puede explicar la acción que conllevó la expulsión de David López. Es cierto que la primera amarilla fue (eufemísticamente) rigurosa; pero chico, un consejo obvio, si te has comido la amonestación, por injusta que sea, ten cuidado, cabeza. Pues nada. El 15 espanyolista, por más que a posteriori rezase o se justificase ante el árbitro y sus compañeros, dejó patente cierto desquicie: hizo méritos de sobra para que Prieto Iglesias le mostrase una segunda tarjetita apenas el partido había arrancado. Demasiado lastre. El Valladolid siguió en modo pececitos de colores. Tanto, que el público temía hasta por el empate. Al final venció y la sensación fue que lo hizo por la ley de la gravedad: la expulsión inclinó el campo hacia la portería blanquiazul y el gol llegó por esa ventaja: un tiro sin convicción propició una cantada de Diego López de la que se aprovechó Sandro. El agua de la pecera, al ser más de la que cabe en un vaso, fue suficiente para ahogar a este periquito moribundo que, naturalmente, no sabe nadar.
Me dirán que se ganó. Bien está, pero si el fútbol fuera siempre esto, dejaría de ser la fiesta que es. En vez de verlo, optaríamos por desconectar el móvil y mirar el resultado a la hora prevista del final.
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