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Hace casi 40 años se presentó en mi colegio el que entonces
era obispo de Palencia, Nicolás Castellanos. Apunto antes el cargo que el
nombre porque lo relevante, como recordaba por las escasas veces que un prelado
se perdió por mi pueblo, se sustanciaba en el excepcional hecho de que un
obispo nos honrara con su visita. Enseguida dio y dimos la vuelta al asunto:
donde esperábamos pompa, prosopopeya y protocolo nos encontramos con un tipo
tan normal que no nos parecía obispo. En vez de bendiciones, besamanos y demás
zarandajas, hizo corro con nosotros y hablamos de lo que se nos fue ocurriendo.
Quizá por tragón, me asustaba la palabra hambre, me
desasosegaba saber que existían personas que no podían comer, que morían por
ello. Siempre sentí y pensé que no se podía estar tranquilo mientras hubiera
alguien sin alimento. Mi colegio, el de San Juan de Dios, en ese sentido dotaba
de contenido teórico y práctico a esa inquietud: sirva como ejemplo y recuerdo
que en aquel corro también estaba Miguel Pajares, el cura que falleció tras
contraer el ébola en Liberia.
Levanté la mano y cuando me correspondió, entre picajoso y
naíf, le pregunté/regañé a Nicolás Castellanos. Cómo -más o menos vine a decir-
es que ustedes hablan tanto de los pobres pero luego viven tan ricamente
aquí en vez de ir a ayudar a donde hace falta. Recuerdo que sonrió. Porque
–también más o menos, fueron sus palabras- el origen de los problemas está
también aquí y desde aquí hay que abordarlos. Me sonó a evasiva y así se lo
hice saber. Excusas, le dije. Ser rio mucho más, pero lo dejó estar con un
gesto que bien podría sugerir un ‘ya lo comprobarás por ti mismo’. Y vaya si lo constaté. No había pretexto
alguno. Tanto los problemas a los que se refería como sus causas siguen
presentes en nuestros territorios. Hemos construido la sociedad del ‘¿qué hay
de lo mío?’. Nos hemos ido aislando y hemos encontrado refugio en una triste
hilera de victimismos. Todo el mundo es víctima de los demás, pero nadie se
siente verdugo de nada. Mientras tanto, nuestros gobiernos, apoyados en nuestra
aquiescencia o envalentonados ante nuestro silencio, cierran las puertas de la
Europa fortaleza vejando y tratando inmisericordemente a los refugiados que
pretenden huir de diversas guerras. Guerras a las que, cuando no patrocinamos,
contribuimos y de las que nos beneficiamos. Nos hemos inmunizado, ya ni las
imágenes de la tragedia nos hacen reaccionar. Tenía usted razón, amigo Nicolás,
el trabajo aquí era y continúa siendo ingente.
Publicado en El Norte de Castilla el 05-03-2020
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