Foto "El Norte de Castilla" |
Al paseante parcialmente desconfinado le sorprende la
amabilidad en esta ciudad que, de natural, al primer sorbo, se muestra fría, seca,
distante, desabrida, como si las nieblas perpetuas de antaño hubieran hecho
mella en el carácter de sus habitantes. Por el contrario, el tiempo que lleva
viviendo en ella le ha servido para constatar que bajo esa epidermis se
encuentra el músculo de una ciudad profunda, leal, acogedora a su manera. Por
eso, claro, tiempo ha, decidió establecer aquí su morada. De lo que, por otra
parte, no se arrepiente.
Pues bien, el paseante en fase 0 percibe que la misma ciudad
que ha convertido en arte la pronunciación entonada de la palabra ‘pelele’, la
misma en que una asociación de comerciantes pretendió dulcificar el carácter de
sus asociados mediante el lema ‘ser amable es rentable’, ahora sonríe de gratis. ¡Gracias!, sonrisa, ¡pase
usted!, sonrisa, ¡por favor!, más sonrisa si cabe.
¿Quién se lo iba a decir al desconcertado paseante? Este,
naturalmente, medita, le da vueltas, agudiza el oído, escucha fragmentos de
conversación, le da vueltas, medita y vuelve a empezar.
Hasta que recibe un
latigazo. Otra paseante, indiferente a la presencia del primero unos metros
detrás, aporta una clave. “No sé si quiero volver al mundo”. Así, a bocajarro,
como sin darse importancia. Ese mundo, entiende el paseante inicial, es aquel
que se aparcó (en principio) una mañana de mediados de marzo, la época que algún pedante dará en llamar ‘la vieja
normalidad’. Habrá, continúa su reflexión, casos de todos los colores, pero no
son pocas las personas que, después de años sobrellevando un ritmo
frenético -el entendido entonces como normal- de vida han comprobado que el
tiempo detenido aporta otra perspectiva, relaja. Vaya, que el estrés se lleva
mal con la sonrisa. Más de uno ha asimilado que su rutina habitual no le gustaba,
aunque (pensase que) no le quedaba más remedio que seguir y seguir.
La pena, baja la cabeza el paseante, es que haya tenido que
ser así, obligados y con miles de muertos mediante. La pena, prosigue, es que
tras la desescalada habrá otra escalada, esta diferente, en cuya cima, para
poder comer, habrá que vivir de nuevo al
galope. ¡Y ay de quien no lo haga! Parará, le pararán, pero entonces no le
quedará fuerza para vivir, ni dinero con qué pagarlo. Salvo que…
Publicado en "El Norte de Castilla" el 06-05-2020
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