No sé lo que soy ni cuando me lo pregunto. Comunista, pensé alguna vez. Aspiro a cierta justicia social, sí, pero ni estudié su doctrina tan en profundidad como para asumirla o descartarla, ni aspiro a vivir en sociedades similares a algunas de las que así se catalogaron. Anarquista, me dije en algún momento. En las etapas más optimistas, confío en que el ser humano escape de amos y soberanos. En las pesimistas, la desconfianza me genera dudas; las dudas, desazón; la desazón, desistimiento. Un hijo de mis padres, asumí con una mezcla de orgullo y resignación. Será que el corazón me late por reflujo de un cristianismo social metido por vena en la infancia y adolescencia.
No sé lo que soy, pero sí al mínimo al que aspiro: una
sociedad que, respetando la libertad individual, garantice a cada individuo al
menos lo imprescindible para vivir y lo necesario para desarrollarse. Techo,
alimento, sanidad, educación. Oportunidades hasta que se desgasten. Incluyo a
quienes nuestros moralismos nos hagan creer que no lo merecen. Suena radical,
en realidad es poca cosa.
Le doy vueltas con un sonido de fondo sobre debates y
movilizaciones al respecto de la Sanidad, de su precarización. Me abruma pensar
que todo llega tarde, que el deterioro sanitario no es una enfermedad sino un
síntoma, que lo que se está cayendo es un modelo arrasado por el ‘sálvese quien
pueda’ imperante.
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