Y sin embargo, esos pueblos vacíos continúan, siquiera por
unos días, llenándose. Como si el hilo de la marcha no se hubiera terminado de
romper, como si nunca se hubiera dejado de volver la cabeza. Sorprende, al
menos a mí. Sorprende porque ese hilo, esa mirada atrás, se ha transmitido a
hijos, a nietos, que año tras año regresan a un pueblo que siguen considerando
suyo. Cuando nos fuimos, entendimos que no habría retorno, que correspondía
comenzar una vida en el punto en el que cada cual hubiese caído buscando
‘progresar’.
Pasados los años, setenta desde que se fueron los primeros, observo en mi pueblo que se han ido formando bastantes parejas entre descendientes de segunda o tercera línea genealógica. Como si, tirando de estadística, no fuera más probable haberse emparejado en sus cotidianos Madrid, Barcelona, Bilbao, Zaragoza o Valladolid. Lo comento como rareza y me responden que no, que ocurre con más frecuencia de lo previsto. Quizá el pueblo propicie un sentido de comunidad, tal vez la ciudad con sus prisas y distancias dificulte el encuentro. O, sin más, solo sea culpa del verano.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 15-08-2023
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