A lo tonto a lo tonto, una por cada temporada en la que ando disfrutando el privilegio de este huequito, ya he grabado en la cachava dieciséis muescas. En paralelo, 'dieciséis' precisa y 'privilegio' cataloga el tiempo en el que he podido aprender y disfrutar, valga la redundancia, al lado de Javier Yepes. Al margen de todo lo demás, fútbol en píldoras: historias e historietas, experiencia y esperanza, conocimiento profundo y gramática parda, dictámenes y exabruptos, enjundia y chanza... a lo que añade un cúmulo de frases –unas de autoría propia; otras, escuchadas a sus clásicos– que, encuadernadas, conformarían una enciclopedia. Alguna, las circunstancias no se cansan de imitar a coyunturas pasadas, las repite una y otra vez.
En los momentos en que un entrenador altera alineaciones o remueve jugadores pretendiendo que el ruido troque en melodía trae al caso una sentencia de Julio Lasa «hay que poner siempre a los mejores y además colocarlos en su sitio». Lo de los mejores –entendido esto de las múltiples formas en que entendemos 'los mejores'– nos resulta evidente, ante la duda procede elegir al jugador que potencialmente ofrece más recursos. Lo de 'en su sitio', sin embargo, dentro de unos márgenes, adelante, en el medio o atrás, lo relativizamos: entendemos que la calidad no depende de la ubicación. Y no. Nada es aleatorio. Los clásicos, por algo son clásicos, rara vez yerran. En el personal de las grandes superficies figuran encargados de disponer cada producto –los más golosos, a la altura promedio de los ojos; los imprescindibles, no es necesario que se exhiban tanto– en el emplazamiento idóneo para maximizar las ventas.
Tiempo ha, en ese hipermercado al que arribaban los balones que superaban el fondo sur del Zorrilla, al pasar por la línea de caja, mi hijo cogió una bolsa de caramelos y la lanzó al carrito. Tres veces. Tres veces que la volví a colocar donde estaba. A la cuarta, se rompió la bolsa. El chico de la caja, amablemente, indicó que debería pagarla. No menos amablemente, le hice saber que nanay. Tras un jotero 'que sí que, que no que', me advirtió: de no desistir avisaría al encargado. Amenaza que recibí con deleite. El encargado se presentó e insistió con el mantra: «el niño lo ha roto, usted lo paga». Yo, con la mía, «ustedes colocan las chucherías a pie de caja para que los niños incomoden, de forma que, por evitar el alboroto, terminemos comprando algo no deseado. Es decisión suya. Han de correr con los riesgos. Volveré no tardando. Si en esta misma estantería me encuentro con bolsas de garbanzos y el crío rompe alguna, pago lo que destroce y los caramelos pendientes». Sonreí, sonrió, y nos dimos la mano.
Ante el Burgos, cada producto que conforma el Pucela, incluso el caramelo Kenedy, apareció colocado en la balda oportuna. Empezó –y digo 'empezó' porque espero que no sea casualidad sino parte de un proceso– a parecerse al equipo que anhelamos. Eso sí, a lo de Yepes/Lasa añadimos que es necesario un poco de suerte.
Nunca sobra.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 02-03-2023
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