La hora del repique de las campanas, como la de los cambios que realiza Pezzolano, persistía inmutable: a las siete, a las siete; en el minuto sesenta, en el minuto sesenta. Lo demás, voluble. Si el sol lucía, mis amigos jugaban al fútbol en la era. El tiempo apremiaba, las diez Avemarías bien podían menguar a siete u olvidar la mitad de las letanías. Volátil. Si en el partido anterior había lucido Moro jugando por la derecha, bien pudo Pezzolano en Leganés disponer que el joven extremo ocupase la banda opuesta. Inconstante. Si el ruido del tejado indicaba que caían chuzos de punta, mis compinches, obligados por la amenazante zapatilla, se resguardaban en sus casas. Mal plan. Sin prisas, las diez Avemarías se dilataban hasta que el repiqueteo de los nudillos de las mujeres aconsejara detenerse o alguna de ellas entonase precipitada el Gloria justo antes de que yo diese inicio al decimoséptimo Avemaría, o podía repetir letanías hasta el hastío. Tornadizo. Donde Juric o De la Hoz conformaban un dilema, una doble solución para un único problema, o uno u otro, ahora Pezzolano pretende encontrar compatibilidad, descubrir los beneficios de una súbita simbiosis, el uno y el otro. A resultas, Monchu, quizá el único jugador adherente entre el centro del campo y el ataque, se convierte en víctima colateral. La delantera se desabastece. El rosario no llega al cielo, la amenaza se desvanece.
A mí me dispensaban, al final era un niño y no presuponían –erraban– la picardía. A Pezzolano no le atribuyo malicia, faltaría, pero cuento y no me salen diez Avemarías.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 04-02-2024
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