En
la segunda mitad de los ochenta, los que aún eran niños pudieron seguir
una serie de animación en la única televisión que por entonces emitía.
Dicha serie popularizó a un personaje: el Amo del Calabozo, el tutor de
los protagonistas, el encargado de mantener el equilibrio aunque para
ello no siempre hiciese lo que le pedían sino lo que entendía como más
conveniente. Él era quien hablaba con todos y a cada cual le daba los
consejos o recomendaciones pertinentes, era quien escuchaba los
lamentos, ponía oídos a las dudas, atemperaba los enfados y reducía los
calentones.
El
masajista de un equipo es, en el fondo, un mentiroso. Hace creer que su
labor consiste en recuperar los músculos tras el esfuerzo, pero no es
más que una excusa para realizar mejor su verdadera misión, escudriñar
el vestuario y dar masajes al ambiente para que se recupere mejor de los
sofocos propios de cualquier colectivo humano.
Pero
antes que eso fue futbolista y tuvo, también, la encomienda de defender
una puerta. Llegó a España desde la Argentina porque un amigo gallego
le convenció. Si venía a hacer la mili le pagaban el viaje. Dicho y
hecho. Todo un Atlántico quedaba detrás. El inicio no fue tan fácil como
la decisión y un intermediario, uno de esos que tasan al deportista a
precio de carne, le engañó y tuvo que posponer durante un tiempo su
debut como profesional, al final lo hizo en la temporada 68-69 en el
Alavés y con un mito, Ferenc Puskas, como entrenador. De ahí al Mirandés
donde estuvo un año y se oyeron cantos que venían del mismo Bernabéu.
Ese sonido llegó a Valladolid y así puso pie en esta ciudad que ya es la
suya. Dos años duró la aventura donde estuvo, sucesivamente, a las
órdenes de Héctor Martín y de José María Martín pero en ninguno de los
casos se consiguió el ascenso a la Primera División. De aquí emigró a
Almería para ir, posteriormente, a Vallecas a poner punto y final a su
carrera como jugador.
Estando
en Almería, sucedió que el equipo se quedó sin masajista. Un compañero
tenía que ir a Sevilla y él, Joseba, a fuerza de mirar y, consciente de
su innata habilidad en el manejo de las manos, se atrevió a decir a su
compañero que le podría ahorrar esos viajes…y así fue. Estando en el
Rayo quiso aprender los entresijos de esta nueva profesión que se le
abría y así, poco a poco, encontró el hilo que le permitía coser al
futbolista que fue con el masajista que es. El Deportivo de la Coruña
fue su primer nuevo destino pero, en cuanto pudo, desanduvo el camino de
la Nacional VI y volvió a Valladolid.
Joseba
Aramayo ha sido hasta ayer el portador de las llaves del vestuario
blanquivioleta desde aquel lejano año 79 del siglo pasado, temporada que
los más viejos almacenan en esa pequeña alacena de la memoria que
guarda las alegrías que el Pucela les dio ya que concluyó con un ansiado
ascenso a la Primera División. Desde entonces las piernas y el alma de
los futbolistas se han entregado a este vasco de Ondárroa, la foto fija
de la plantilla de cada año. Como aquel lugareño en ‘Amanece que no es
poco’ podríamos decir que, mientras todos fueron contingentes, el bueno
de Joseba fue el único necesario. ¿Quién se lo iba a decir a aquel niño
que solo hablaba euskera cuando, con cuatro años, recorrió el Atlántico
en el sentido opuesto?
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