El eco que escupe
el espejo, cuando le abordamos con las legañas aún pegadas a los ojos, nos
recuerda que no somos los más guapos, ni los más altos, ni los más listos.
Buscamos, pues, ese ideal inaccesible, esa persona que anhelamos aparezca en el
cristal cuando lo miramos. Creamos referentes ideales, seres admirados, cuando,
en realidad, pretendemos ser parte de ellos, ser ellos mismos. La sublimación
de esa admiración nos genera infelicidad: deseamos ser porque no somos.
De ese reflejo multiplicado surge un icono
social, una persona que se convierte en referente de multitudes. Analizar el
hálito que desprenden nos proporciona un plano de nuestra sociedad. Hoy, en
España, al margen de los bufones televisivos, Florentino Pérez, con su aura de
triunfador, es esa persona. Poco importa si miente –“never, never, never” fue
su respuesta a la pregunta sobre el fichaje de Beckham-, si juega con ventaja
obteniendo activos por sus influencias –480 millones de euros obtenidos de una
dudosa recalificación en este momento de hipersensibilidad tras el escándalo de
la Asamblea de Madrid-, si incumple la
ley –negocia con jugadores cuyo contrato está en vigor a espaldas de sus
clubes-. Poco importa, consigue lo que se propone y guarda las apariencias
encubriendo sus actos en el verbo gótico de Jorge Valdano. Es el mapa de
nuestros valores, la imagen que soñamos refleje nuestro espejo.