Andan los días y los mundos podridos de
religión. Nada es nuevo. Padecemos esa enfermedad autoinmune que lleva a unos
órganos a enfrentarse contra otros dentro del mismo cuerpo que es la humanidad.
Me atormenta imaginar la burda sonrisa de quienes hacen negocio trenzando
señuelos de supuestos más allás eternamente felices en compañías de dioses,
profetas o huríes.
Mueren los que
sufren la nostalgia cotidiana de una tierra de promisión soñando edificar sobre
fangales de sangre la nueva Jerusalén, y matan. Matan a quienes secularmente
habitaron las ásperas tierras del Jordán. Y matan mucho más allá del talión.
Mil ojos por ojo, por diente los dientes de familiares y de los que por allí
pasaren. Y para todo un pueblo hambre, a falta de pan buenos son obuses.
Es sólo un ejemplo,
un síntoma del mal que aquí, lejos de sanar, se infecta. España abandera la
pretensión de muescar a la futura constitución europea con otra nostalgia,
la del cristianismo imperial. Olvidan
que el sueño de una Europa libre y justa mana de las luces enciclopedistas en
que ardieron las supersticiones religiosas. Además, en vez de estudiar eso, en
nuestras escuelas impartirán catequesis. Nostalgias de un pasado que nunca fue.
Ceguera.
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