El resoplido con el que sello cada artículo
se avino el pasado lunes con el estertor, con la última nota de esa canción que
fue la vida de Compay Segundo. Hijo póstumo de la Cuba española, hermano del
sueño mil veces enterrado de los barbudos; nos deja en herencia una sublime
definición de revolución “el capital más grande de un hombre es poder alegrar a
otros hombres”. Una patada con ritmo de son en los huevos de nuestro
confortable espíritu mercenario. Cada lágrima derramada ante su infinita
quietud es el sudor de las alegrías repartidas al por mayor a lo largo de su
siglo de presencia.
Podría haber escrito sobre el asalto a la
democracia que es el silencio del gobierno, la negativa a ser siquiera
preguntado en el Parlamento acerca de cada uno de sus mil frentes de mentira. O
sobre esa historia de espías y venas cortadas a resultas de la manipulación con
que se nos abocó a la guerra. O de ese misterio insondable que es comprobar,
para los que sufrimos la información basura del dúo Urdaci-Arenas en la TV
pública española, como otra cadena, también pública, la BBC inglesa, cuestiona
abrigada de independencia el papel de su gobierno.
Pero no, no me quemaré –ni les quemaré- la
sangre; escribo paladeando un roncito, seducido por la música de Compay y como
penúltimo homenaje impediré que nada ni nadie perturbe hoy mi felicidad, esa
magia difundida por un trabajador de la cultura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario