lunes, 14 de mayo de 2012

Puto córner

Los niños son esponjas que absorben todo lo que ocurre a su alrededor, al fin y al cabo los individuos de cualquier especie animal aprenden prácticamente todo en las primeras etapas de su existencia porque de ello depende su propia supervivencia como individuos y como especie. Pasado ese tiempo podemos enriquecer, afinar o matizar nuestros conocimientos pero a un ritmo menor. La experiencia es un grado, dicen, pero no es siempre cierto. Sería interminable el listado, por ejemplo, de entrenadores cuyos mejores años fueron los primeros. Una razón puede ser que suma más la ilusión de quien pretende abrirse camino de lo que resta inexperiencia; otra, si ya es difícil aprender a ciertas edades, resulta titánico el esfuerzo necesario para modificar las respuestas que damos ante situaciones similares que la vida nos va deparando. La sabiduría popular es clara al respecto: cuando se tiene pelo abajo, se aprende poco y con mucho trabajo.
Aunque suene paradójico es difícil enfrentarse a un éxito venidero, la cercanía de ese objetivo merma nuestras facultades y dificulta su consecución porque aparece un murmullo interior que nos recuerda que podemos fallar. Ese gnomo chillón que habita en lo más recóndito de nuestro cerebro se llama miedo y se alimenta de dudas. La paradoja solo está en el nombre: miedo a ganar. Parece que lo sensato es tener miedo a perder, pánico ante el fracaso posible, incapacidad para asumir la frustración. En realidad son la misma cosa, lo que se denomina miedo a ganar es el mismo miedo a perder con un agravante, se ha dado por hecho que no hay posibilidad de que tal cosa ocurra. Es la situación a la que se enfrenta un futbolista cuando se dispone a lanzar un penalti, el gol ya se da por descontado pero aún no se ha producido, marcar es lo normal, errarlo una mancha imperecedera. Si ese penalti se produce en el último minuto y el destino final del encuentro depende de si anota o no, la mancha es obviamente mayor. Si además es en el último partido y de ese lanzamiento depende el resultado final del campeonato… Cualquiera que ha sido niño ha jugado a ser a la vez delantero y narrador imaginando esa posibilidad en la final de un Mundial, una Copa de Europa o en el último partido de una liga igualada. Los encargados de hacer realidad nuestros sueños infantiles, los futbolistas, también. En uno de los relatos del libro de Julio Llamazares ‘Tanta pasión para nada’ uno de ellos especulaba sobre esa posibilidad, no dejaba de ser una hipótesis divertida con la que se jugaba en los entrenamientos. Hasta que llega el momento y todo se encoge. El futbolista que hablaba de esos juegos se llama Miroslav y el relato ‘El penalti de Djukic’. Un lanzamiento que asumió porque otros, que habían tenido el mismo sueño, se escondieron y prefirieron seguir soñando. Casualmente hoy, aquel disparo errado ha llegado a la mayoría de edad. Dieciocho años en los que Djukic (creo que nadie en su lugar) ha aprendido a desembarazarse del miedo a ganar. Su equipo, el nuestro, ha perdido dos puntos valiosísimos porque ha ido reculando de forma paulatina para guardar la poca ventaja que habían adquirido. No ha sido por confianza, no. Hubo, en todo caso, falta de ella.
El Hércules no mostraba más que tesón y empuje, pero solo con eso era suficiente, de haber tenido más luces el roto hubiera sido mayor. Djukic lo veía desde el banquillo y, en vez de enfrentarse al miedo de sus jugadores, lo ha alimentado. Cada cambio suponía un paso atrás, cada decisión revocaba la voluntad ofensiva y acercaba al rival a la portería de Jaime.
El gol herculino llegó en el último minuto como podía haber sucedido veinte minutos antes ya que, para entonces, la única esperanza blanquivioleta consistía en que lo único que pasara fuese el tiempo. Y fue pasando, hasta que llegó ese córner maldito. Tanta pasión para nada.

Publicado en "El Norte de Castilla" el 14-05-2012

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