Los niños son esponjas que
absorben todo lo que ocurre a su alrededor, al fin y al cabo los individuos de
cualquier especie animal aprenden prácticamente todo en las primeras etapas de
su existencia porque de ello depende su propia supervivencia como individuos y
como especie. Pasado ese tiempo podemos enriquecer, afinar o matizar nuestros
conocimientos pero a un ritmo menor. La experiencia es un grado, dicen, pero no
es siempre cierto. Sería interminable el listado, por ejemplo, de entrenadores
cuyos mejores años fueron los primeros. Una razón puede ser que suma más la
ilusión de quien pretende abrirse camino de lo que resta inexperiencia; otra,
si ya es difícil aprender a ciertas edades, resulta titánico el esfuerzo
necesario para modificar las respuestas que damos ante situaciones similares
que la vida nos va deparando. La sabiduría popular es clara al respecto: cuando
se tiene pelo abajo, se aprende poco y con mucho trabajo.
Aunque suene paradójico es
difícil enfrentarse a un éxito venidero, la cercanía de ese objetivo merma
nuestras facultades y dificulta su consecución porque aparece un murmullo
interior que nos recuerda que podemos fallar. Ese gnomo chillón que habita en
lo más recóndito de nuestro cerebro se llama miedo y se alimenta de dudas. La
paradoja solo está en el nombre: miedo a ganar. Parece que lo sensato es tener
miedo a perder, pánico ante el fracaso posible, incapacidad para asumir la
frustración. En realidad son la misma cosa, lo que se denomina miedo a ganar es
el mismo miedo a perder con un agravante, se ha dado por hecho que no hay
posibilidad de que tal cosa ocurra. Es la situación a la que se enfrenta un
futbolista cuando se dispone a lanzar un penalti, el gol ya se da por
descontado pero aún no se ha producido, marcar es lo normal, errarlo una mancha
imperecedera. Si ese penalti se produce en el último minuto y el destino final
del encuentro depende de si anota o no, la mancha es obviamente mayor. Si
además es en el último partido y de ese lanzamiento depende el resultado final
del campeonato… Cualquiera que ha sido niño ha jugado a ser a la vez delantero
y narrador imaginando esa posibilidad en la final de un Mundial, una Copa de
Europa o en el último partido de una liga igualada. Los encargados de hacer
realidad nuestros sueños infantiles, los futbolistas, también. En uno de los
relatos del libro de Julio Llamazares ‘Tanta pasión para nada’ uno de ellos
especulaba sobre esa posibilidad, no dejaba de ser una hipótesis divertida con
la que se jugaba en los entrenamientos. Hasta que llega el momento y todo se
encoge. El futbolista que hablaba de esos juegos se llama Miroslav y el relato
‘El penalti de Djukic’. Un lanzamiento que asumió porque otros, que habían
tenido el mismo sueño, se escondieron y prefirieron seguir soñando. Casualmente
hoy, aquel disparo errado ha llegado a la mayoría de edad. Dieciocho años en
los que Djukic (creo que nadie en su lugar) ha aprendido a desembarazarse del
miedo a ganar. Su equipo, el nuestro, ha perdido dos puntos valiosísimos porque
ha ido reculando de forma paulatina para guardar la poca ventaja que habían
adquirido. No ha sido por confianza, no. Hubo, en todo caso, falta de ella.
El Hércules no mostraba más que
tesón y empuje, pero solo con eso era suficiente, de haber tenido más luces el
roto hubiera sido mayor. Djukic lo veía desde el banquillo y, en vez de
enfrentarse al miedo de sus jugadores, lo ha alimentado. Cada cambio suponía un
paso atrás, cada decisión revocaba la voluntad ofensiva y acercaba al rival a
la portería de Jaime.
El gol herculino llegó en el último minuto como podía
haber sucedido veinte minutos antes ya que, para entonces, la única esperanza
blanquivioleta consistía en que lo único que pasara fuese el tiempo. Y fue
pasando, hasta que llegó ese córner maldito. Tanta pasión para nada.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 14-05-2012
No hay comentarios:
Publicar un comentario