Escribí este artículo en 2004, la vergüenza de lo que ha ocurrido en Lampedusa me lo ha traído de nuevo a la mente. Los muertos de Lampedusa son nuestros muertos, esta vez nos ha estremecido por su magnitud como un chaparrón en una tarde de verano, pero son ya muchos años en los que no ha dejado de llover aunque sea finamente.
La
Tierra es Tierra y gira alrededor del Sol. El hambre es hambre y su dueño
recobra su dignidad rebelándose ante él. Las decisiones de un hambriento no
pueden ser juzgadas, son y punto. En otros momentos esas hambrunas parieron
revueltas que gestaron revoluciones que segaron el cuello de reyes entretenidos
en sus guerras, eran épocas en que la extrema pobreza y la riqueza extrema
convivían en la misma plaza, a cuatro metros de La Bastilla. Los reyes siguen
entretenidos en sus guerras, pero sus cuellos gozan de inmunidad, los estómagos
estáticos vagan a muchos kilómetros con la única esperanza de ingresar en
nuestros castillos de prosperidad. Vienen, los que pueden, porque el neón de
nuestras calles anuncia lujo como la luz roja a un lado de la carretera
pregona sexo a precio tasado. Retan a la contingente muerte del estrecho porque
huyen de la muerte inexorable. Pero no todos superan el reto y el estrecho de
nuestra estrecha mente, de nuestro estrecho desarrollo, se cobra su diezmo en
vidas. El mar se empeña en mostrarnos los rostros de algunos, unas horas atrás
jóvenes, escupiéndolos en nuestras jetas. Veo sus fotos y recuerdo que hace no
mucho los emigrantes se llamaban Juan, Luis, Antonio, Miguel... Miro sus caras,
les llamo Juan, Luis, Antonio, Miguel... lloro y siento que nuestra dignidad
exige rebelarnos de una puta vez.
Publicado en "El Día de Valladolid" en junio de 2004
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