Las cuarenta personas que asomaron la cabeza desde el CIE de Aluche consiguieron,
no sé si a su pesar, protagonismo por un rato. Mañana, lo que ayer ocurrió,
devorado por otras historias, se habrá convertido en historia. Han conseguido, sin
embargo, que, aunque solo haya sido por un rato y no fuese ese su objetivo, el
grito haya tenido altavoces. En los CIEs españoles, esas cárceles que no son
cárceles, se amontonan miles de personas, que por no ser no figuran en sitio
alguno como personas, por el único delito de no haber cometido ninguno. Allí
esperan a que se les repatríe aunque no tengan patria para que todo vuelva a
ser como si su odisea para llegar a donde pensaban que podrían comenzar una
vida que se pueda llamar vida nunca hubiera sido. Borrón y cuenta nueva. Su
existencia responde, sin más, a la política basada en el “ojos que no ven,
corazón que no siente”. Los CIEs existen, pero casi nadie conoce su existencia,
lo que es una buena base para que nadie sepa lo que ocurre dentro: unas situaciones de hacinamiento y malas condiciones -denunciadas por diversos
organismos no solo españoles-; que, además, fomentan situaciones de
riesgo incluso para el propio personal que allí trabaja.
Allí, decía, encaramados en la
azotea, esos cuarenta internados cabalgaban a lomos de dos realidades, la suya
y la nuestra, que se terminan solapando como dos rayos lanzados hacia el
horizonte. Su grito ha salido de las celdas y ha llegado a nuestros oídos
rompiendo la tranquilidad y produciendo sensaciones que se mueven entre la
certeza llena de dudas del ‘qué se puede hacer’ y el miedo lleno de certezas
del ‘no queda más remedio’.
Personalmente no sé qué se puede hacer, pero algún remedio tiene que
haber porque pensar lo contrario conllevaría, de forma inmediata, a entender que
nosotros tampoco tenemos remedio. Que tarde o temprano y, de la misma manera,
seremos excluidos de esta rueda de la fortuna. Que el miedo primero expulsa a
unos, después estigmatiza a otros y, por fin, termina desangrando a todos. No
sé qué se puede hacer; pero empiezo a saber que cerrar los ojos es el camino
más seguro al suicidio.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 20-10-2016
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