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No era necesario más que observar el comportamiento de aquella pareja de chavales de apenas media docena de años para que nuestro cerebro nos perturbase con preguntas al respecto del libre albedrío, para que cuestionase las tesis que defienden que las personas somos deudoras tan solo de la educación recibida. Ambos habían nacido el mismo día, eran hijos de los mismos padres y habían recibido una educación casi idéntica, pero no podían ser más diferentes: impenitentemente pesimista el uno; el otro, optimista contumaz. Parecía obvia la existencia de un algo interno relacionado con la genética que, con moldes similares, era capaz de generar seres tan disímiles, de forjar caracteres tan radicalemente opuestos.
Los padres no lo llevaban bien por ninguno de los dos extremos. Sentían tanto pánico al imaginar el inexorable aterrizaje en el aeropuerto de la realidad del optimista en exceso como desazón cuando escuchaban los constantes lamentos del hermano más agorero. Tras dar vueltas y vueltas sobre el asunto, toman la determinación de actuar con el propósito de aguar un poco el vino del eufórico y de encender alguna bombilla en los territorios mentales del más sombrío. En esta línea, llegadas las fechas en las que la festividad de Reyes era inminente, solicitan a los magos un estupendo reloj para ilusionar al triste y una caja de zapatos en la que –literalmente– solo había un mojón de caballo.
Los padres se despertaron aquel amanecer del seis de enero con la esperanza de que los regalos hubieran modificado un poco aquellos rasgos de carácter. El optimista no dejaba de dar voces de entusiasmo y de correr de habitación en habitación mientras alborotaba todo lo que iba encontrando; el pesimista permanecía quieto y callado sentado a un lado de la cama. A este se dirigieron primero.
– Hijo, ¿qué te han traído?
– Un reloj.
– Estupendo, ¿no?
– Qué va, mirando la esfera soy más consciente de la terrible lentitud con la que transcurren los segundos, los minutos, las horas...
Primer tiro errado. Fueron a por el segundo al que tuvieron que frenar porque seguía revolviendo la casa.
– ¿Y a ti?
– Un pony, un pony, un pony.
– ¿Estás seguro?
– Que sí, que sí, que sí, que estaba en la habitación, ha cagado en una caja de zapatos. Lo único es que no sé dónde está ahora.
Estos dos hermanos bien podrían ser Parejo y Anuar, dos buenos termómetros del estado actual de sus respectivos clubes: el que no puede tener más y hacer menos frente al que no puede tener menos e ilusionarse más.
Sus caras, transparentes, les delatan. El valencianista, pusilánime, cariacontecido, observa el balón como si tuviera dientes. Es de los futbolistas con más talento de la liga y que más incumple las expectativas que genera. Cuando se ilumina es determinante pero sufre continuos apagones. El pucelano, vivo, tenso, afina la mirada para saltar a por la presa. No es un virtuoso, lo sabe, gran virtud, y suple esa carencia con ímpetu y conocimiento. Así las cosas, el asunto concluyó en empate. El Valencia puso todo, pero con esa cara de desconfianza casi todo lo erró. Enfrente, el ilusionado tesón del rostro pucelano que les llevó a pensar, pese a cualquier evidencia, que podían empatar. Y empataron. Ahora, constatando la caída de juego, cabe temer por el aterrizaje.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 13-01.2019
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