Los días del fin de semana despejados de nubes y labor los
ocupo con paseos en bici por diversos pueblos. A principios de septiembre, un
problema de salud de un familiar -bien resuelto, gracias- me condujo a Ávila en
alguna ocasión, razón por la cual, descartado el coche -no sé conducir-,
solicité un abono ferroviario. Mezclando los dos ingredientes, bici y abono, me
propuse ponerme al día con mi provincia de origen. Sustituí temporalmente los Torozos
y los valles del Duero o Esgueva por la Sierra de Ávila y el Valle Amblés. Contaba
con la posibilidad de pinchazos o averías, pero de la bici, no del tren. Y fue
lo que el domingo ocurrió. Por un destrozo en una catenaria, mi tren de vuelta
quedó varado en Medina del Campo, regalándome tres horas para evocar, observar y
escuchar. Evocar las mil vivencias de cuando en esa estación hubo bullicio,
trasiego, bar… Ahora, apenas, o ni eso, una triste máquina de refrescos.
Observar media docena de monjas, mayores las españolas, llegadas de Filipinas,
Kenia o Vietnam, las no ya tan jóvenes; un chaval que huía, o retornaba ante la
ausencia de expectativas, de Lavapiés a su pueblo en la Tierra de Campos
leonesa; unas universitarias abulenses, cuyo futuro, a su pesar, pintaba menos
abulense que sus actuales destinos, de camino a las clases del lunes. Escuchar
a un sesentón bromear uniendo actualidad y coyuntura -“si los nacionalistas
catalanes piden los rodalies, que Sánchez les diga que vale, a condición de que
se queden con el resto de RENFE, a ver si así…”-, u ofreciendo comida a las
monjas –“me vendían pan de La Hija de Dios (pueblo de Ávila) o de Martiherrero,
y elegí Martiherrero. Es lo que hay”-.
Se reestableció la marcha, aplausos (a los que arreglaron el
problema o al hecho de arrancar) y vuelta a casa. Llegué bien pasadas las 10, cuando
comenzaba en TVE ‘Ventajas de viajar en tren’.
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