Hace algunos años, viniendo de Madrid, coincidí en un tren con una mujer algo mayor
que yo. Ella llevaba buen tute, venía de Huelva, y tras tantas horas de viaje
tenía ganas de hablar. Yo –para variar- no tenía menos, así que nos dispusimos
a darle a la sinhueso. Me contó que viajaba a Bilbao para celebrar, con un
concierto, el ‘nosecuantos’ aniversario de la banda en la que, cuando era más
joven, tocaba. Saltó el chip de mi curiosidad, por generación tenía que ser una
de esas bandas de principios de los ochenta, y le pregunté cuál. Con su
respuesta llegó mi sorpresa (los que ronden mi edad lo entenderán, los más
jóvenes que busquen por internet). Compartía vagón con una componente de Las
Vulpes. De aquella conversación me quedó grabada una frase: Entonces había
censura pero éramos osados porque sabíamos que estábamos derribando el muro,
íbamos a ganar; hoy, aparentemente, no
la hay pero los intereses comerciales imponen la peor censura de todas las
especies: la que uno ejerce sobre sí mismo, hemos perdido sin librar, siquiera,
batalla.
Este es el camino que ha recorrido nuestro
país a lo largo de sus más de tres décadas de democracia, el que va de la
ilusión al desencanto. De creer que la democracia dejaría el poder en manos del
pueblo a constatar que las decisiones políticas vienen impuestas por los
mercados.
El fútbol, como las patatas, coge el sabor de
los ingredientes del guiso y ha transitado por la misma vereda. En 1987, Duncan
Shaw publicaba un ensayo titulado Fútbol y franquismo. En el capítulo final escribe
‘La adopción de la democracia ha transformado todas las instituciones y el
fútbol no ha sido una excepción…Todo socio adulto, hombre o mujer, tiene
derecho a votar al presidente al menos cada cuatro años’. El sueño democrático
duró poco. Los clubes se transformaron en sociedades anónimas y los socios
pasaron a ser clientes. Dada la notoriedad que el fútbol ofrecía se creó el
caldo de cultivo idóneo para la aparición de retahílas de buhoneros, giles de
toda calaña. Ellos eran los dueños del cotarro y quien se atreviese a
cuestionar cualquier decisión estaba
condenado a escuchar que si quería opinar que compre el club.
Las televisiones han agravado aún más la
tendencia. Sus pingües contratos les convierten, de facto, en dueñas de las
decisiones ya que ante sus dineros los directivos del fútbol achantan. El
diablo es el dueño del alma y, el otrora socio, ya no es más que el atrezzo de
un espectáculo televisado.
Ambos planos convergen, ¿cómo no?, en el Real
Valladolid. Tras el descenso, mejor dicho, durante el lamentable devenir de la
temporada pasada, fue aumentando el número de socios descontentos con la labor
de quien es la cabeza visible de los propietarios del club, el presidente
Carlos Suárez. No es intención de este artículo analizar su labor sino plasmar
una realidad: haga lo que haga y como lo haga no hay un solo resorte que
permita a los asociados tomar una decisión al respecto. Su continuidad en el
puesto depende estrictamente de la decisión de un pequeño grupo de personas.
Item más, la liga que se avecina comienza
este fin de semana. El partido del Real Valladolid se jugará el viernes a las
21.00 horas. Si analizamos desde la perspectiva del socio no encontramos peor
momento en todo el fin de semana pero he aquí la solución al jeroglífico: la
tele decide el horario. ¿A usted le viene mal? pero ¿quién es usted,
insignificante socio, para cuestionarlo? Es la democracia del pagar y callar.
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