Uno va a su puesto de trabajo, pongo por caso, como
el día anterior, el anterior y el anterior. De haber notado ciertos movimientos
inhabituales hubiera sentido esa dichosa mosca tras la oreja y habría llegado
fácilmente a la conclusión de que algo (casi nunca bueno) se estaba cociendo a
sus espaldas. Sin embargo, cuando esa misma oficina lleva varios días demasiado
tranquila, cuando parece que los papeles pesan y los movimientos se repiten,
cuando cada día se parece excesivamente al anterior, el mismo trabajador
empieza a notar que el aire se solidifica y es consciente de que por algún lado
algo va a estallar. Que tras la tormenta llega la calma es algo sabido, pero
esta relación se produce también, con mucha frecuencia, en sentido inverso. La
calma, el exceso de esta, suele ser el preámbulo de una partida de rayos y
truenos que llegan así, como de repente. Lo sorprendente es que no nos suele
pillar desprevenidos porque un sexto sentido nos mantiene alerta, nos prepara
para lo peor.
La primera parte del partido ante el Levante transmitía unas
sensaciones demasiado parecidas a las de nuestro trabajador. El Real Valladolid
cumplía rutinariamente con su labor, cada cual en su sitio, cada uno haciendo la
que se supone que es su labor, pero faltaba alma. Era como en esas películas en
las que unos soldados están trasegando whisky en la cantina segundos antes de
que una avalancha de bombas les siegue las vidas. El Valladolid atacaba,
forzaba un corner, forzaba otro, pero no dejaba de sonar a falso. No había
alma, faltaba vida. Estaba todo envuelto en una especie de neblina atosigante,
sonaba una música que nos hacía temer lo peor, nos preparaba para lo que estaba
por llegar. Aquella falta lateral, el primer acercamiento del Levante, nuestro
trabajador oye que se abre la puerta del despacho del director, y sin haberle
mirado, sin ver si lleva algo en las manos, ya sabe que sí, que la carta en la
que se le comunica el despido está a punto de llegar. El balón vuela y el
silencio retumba, los peores designios se cumplían. Cabeza abajo, a casa y a
empezar de nuevo. A empezar a no se sabe qué porque la carta ahoga, porque cada
minuto queda menos, porque la resignación es, a veces, la única defensa, el
colofón a tantos y tantos intentos infructuosos. Lo contrario de la resignación
es una ilusión que muere poco después de nacer dejando, cada vez, una nueva
mella en el corazón. Cabeza abajo, el Valladolid pone un poco de ilusión en el
empeño, la que le queda, la poca que le va quedando, y trata de enderezar las
cosas, siquiera sea con un empate, con una chapucilla para salir al paso otra
semana, esperando el milagro hasta que la realidad le desahucie. Y fue, y fue
como en el anterior partido en casa, y como en otras ocho ocasiones más. Un
dinerillo para ir tirando, sin IVA por favor, que no puedo ni darme de alta. En
todo este aire mortecino queda el arrebato final, un deseo de espolear al aire
para que un milagro lleve el balón al sitio indicado, un arreón que no rompe la
monotonía, que no es más que exigencia del guion del buen profesional. Un
arrebato sin premio, pero que permite, al menos, irse a dormir con la
conciencia tranquila, con esa sensación de haber hecho todo lo que se pudo.
Otro arrebato, otra herida, otro pedazo de ilusión que se desvanece. Otro
impulso improductivo que resta fuerza para posteriores empeños porque empieza a
quedar demasiado claro que se desconoce un camino que nunca trazamos nosotros.
Calma, mucha calma, efectos especiales, neblina, música... nada bueno puede
llegar.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 22-02-2014
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