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Aunque cueste creerlo, hubo un tiempo en que la comunicación
oral fue toda así, de boca a oreja. La escrita podía alcanzar mayor distancia,
pero, por contra, tardaba mucho más y se corría el riesgo de que no llegara a
su destino. ¿Cuántos amores se habrán dejado de consumar por una desalmada nota
que desapareció en algún punto del camino sin que el destinatario tuviera
siquiera consciencia de que fue escrita?
Era la escrita, además, una comunicación menos habitual,
como de día de fiesta. La espontánea, la natural, la de cada jornada laborable,
se efectúa hablando. Los juegos de la calle, por ejemplo, casi nunca admitían
otro lenguaje. Así aprendimos a hablar bajito si queríamos que nos oyese solo
el amigo de al lado; un poco más alto, para que se diera por aludida toda la
pandilla y a voces cuando uno o varios estaban al otro lado de la plaza. En
este último caso, con las dos manos formando una O mayúscula alrededor de la
boca, improvisábamos una corneta que hacía que nuestras palabras llegaran sin
pérdida al otro lado de la calle. Nunca supimos, ni nos planteábamos, si de
verdad ese gesto tenía algún sentido. De hecho los alguaciles o los
sacristanes, las personas encomendadas para pregonar, no se valían de dicha
artimaña. Ellos, sin más recurso que sus cuerdas vocales, tal como Manuel
Alexandre en ‘Amanece que no es poco’, conseguían que todos los de la plaza escuchásemos
que “de orden del señor cura se hace saber que Dios es uno y trino”, quisiera
decir esto lo que quisiera decir.
Nunca supimos, ni nos planteábamos, si de verdad ese gesto
tenía algún sentido; lo hacíamos y punto. Las costumbres no se pierden tan
fácilmente aunque uno haya adquirido la categoría de adulto. El fragor de un
estadio atenúa el sonido concreto, en medio del estruendo es difícil es hacerse
entender. Michel, reminiscencias de
tiempos pasados, revive aquella O mayúscula en torno a la boca para hacerse
escuchar por unos compañeros que empezaban a sentir el ‘fiuuu’ del miedo detrás
del cogote. La momentánea derrota ante el Celta dejaba al Pucela en una
situación precaria: en el borde de los puestos de descenso y con riesgo de hundirse
en esa ciénaga esta misma jornada. Tampoco es para engañarse, eso sería lo
razonable, cualquier posición por encima de la decimonovena es inequívoco
mérito de este grupo. Un mérito que parte de no darse por condenados de
antemano, por rebelarse. La última dinámica, sin embargo, arrastraba hacia ahí.
Ayer era la fecha señalada, una victoria ante los vigueses suponía mucho más
que ganar, sumaba bastante más de tres puntos. Estaban ante la necesidad de trazar
en el campo un punto de inflexión, de saltar de la tenebrosa convexidad a la
clara concavidad.
Michel, además, tenía un interés personal. La derrota le
hubiera señalado como máximo culpable pues el gol del Celta provino de un error
grosero suyo, un fallo que solo se sepulta revirtiendo el resultado. Sentía la
necesidad de que sus compañeros le escuchasen. O mayúscula dibujada con las dos
manos sobre la boca. “Chavales, hoy es el día del que sí”. Dinámica revertida
en el momento ideal, fallo olvidado. Sonrisa en la ciudad.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 28-01-2019
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