Si nos limitamos al encuentro en A Malata, el Pucela torció el rabo en el minuto diecisiete, en el preciso instante en que un aparentemente inocuo desplazamiento en largo del central racinguista David Castro provoca una indecorosa concatenación de errores: sobrepasa primero a un inoperante por mal perfilado Luis Pérez –puede que la lesión le sirva como atenuante, puede que el giro consecuente de la mala colocación provocase, además del yerro, la dolencia muscular– y sorprende a un Masip que, fuera de sitio, no encuentra el modo de detener el remate final. Hasta ahí, el Pucela lució su cara animosa, resuelta. Un golpe, el fallo del penalti, abrió alguna duda; uno posterior, el gol en contra, destrozó su mandíbula de cristal. Uno cero, un mundo por delante, un catálogo de inoperancia como respuesta. Ni saltó el resorte anímico, ese impulso que impele a sobreponerse por orgullo, convencimiento o determinación. Ni el muelle futbolístico, adormilado –salvo por algún esporádico centelleo– desde hace demasiado. Desde hace demasiado. No, no podemos limitarnos a los sucesos de A Malata: el rabo ya venía torcido de tiempo atrás. Pezzolano no ha encontrado el modo de implantar un juego reconocible o, al menos, efectivo. Incluso, cuando el fulgor deslumbraba, cuando el equipo apuntaba la posibilidad de despegue, Pezzolano, tal vez imbuido por el deseo de notoriedad, proponía alguna modificación que colisionaba con el sentir general para dejar patente que la plebe no podía estar a su altura. Así, desechando lo que funciona, se vuelve a la casilla de salida: te conviertes en enemigo de ti mismo.
En el fondo, los dos –el anímico y el futbolístico– se encierran en uno: sin fútbol, cualquier piedrecilla en el camino se eleva con la pendiente del Angliru, devasta el ánimo. Y así no hay forma de alcanzar buen destino. Hoy no se me ocurre pensar, ni siquiera que aún hay tiempo.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 18-03-2024
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