“Arsenia y Amalio pudieron haber muerto allá por el año 25 del siglo pasado, cuando nacer y seguir vivo era arte de funámbulos, pero sobrevivieron. Hasta el otro día. Quizá mucho antes habían dejado de existir y la fuerza que arrastraba sus pies no era sino el reflujo del último estertor. Pero de su muerte física nada supe hasta antes de ayer. Podrían haber muerto en esa guerra traidora en la que jugaban a esquivar obuses o en esos exangües años posteriores de estómago vacío, a todo ello resistieron. Por un miserable chusco llenaron de llagas sus manos y así, año tras año, hasta que la maquinaria les echo de las prosperas fincas del señorito. En la capital, con tantos como ellos, encontraron cobijo bajo una chapa, entre cuatro tablones. Sólo varios años después, incontables horas de trabajo después, compraron una casa digna de tal nombre. En ella criaron a sus cinco hijos, en ella invocaban a esos axiomas de la unidad familiar. Pero a su alrededor las viejas estructuras se derrumbaban antes de construir las nuevas. Dos días atrás aparecieron muertos en su vieja casa, seis días llevaban sin que nadie les hubiese echado de menos; mas su muerte se produjo mucho antes, cuando se despeñó la única institución en que los humildes podían creer: los que tenían cerca.”
Es
un retazo de historia. Unas líneas en las que hace tiempo quise reflejar la
soledad de los desamparados. La soledad de los últimos días. El relato de un
caso extremo porque, a pesar de que se repite inexorablemente, la mayoría de los corazones laten por
última vez rodeados de las personas a las que han querido, a las que han
entregado sus vidas. Pero ese último aliento se produce después de años en que
las secuelas de la vejez unidas al frenético ritmo de nuestras vidas han
privado del calor de la compañía. Un buen baremo para analizar la calidad de
una sociedad es medir el trato que se dispensa a las personas mayores. El peso
recae sobre todo en manos de las mujeres, hijas que abnegadamente entregan sus
cuidados a sus padres. Pero eso debe ser cada vez más pasado. Es una labor que
nos corresponde a todos y eso supone que los hombres compartan esa labor y que
la sociedad articule los medios necesarios para que eso sea posible. Las
administraciones públicas tienen una labor que desarrollar. Una labor
encaminada a la atención de nuestros mayores y que permita a los que algún día
lo seremos poder desarrollar nuestra actividad profesional. Eso es compatible
con la vida en común de todos en el mismo hogar si así nos lo planteamos.
Centros de día que hagan compatible el cuidado con el trabajo. Las necesidades
no acaban ahí, en paralelo es necesaria la creación de centros residenciales
para quienes por razones de salud, incapacidad de desplazamiento o cualquier
otro motivo requieran una atención continuada durante las veinticuatro horas
del día. Una red pública cuyo coste a los usuarios vaya en consonancia con la
capacidad económica. Uniendo el aumento de la esperanza de vida, la menor tasa
de natalidad y el cambio que ha experimentado nuestra sociedad estas
necesidades irán aumentando de forma paulatina y ya llevamos mucho retraso.
Estas
dotaciones aliviarán la necesidad social de atención de nuestros mayores, pero
si además queremos tener en cuenta su felicidad y potenciar la relación humana
entre generaciones no podemos mantener la rutina habitual de muchos centros de
carácter privado: expulsar a las personas mayores de su entorno. Una buena
parte de los centros se encuentran en la periferia de las ciudades cuando no
muy fuera de ellas. Parece que han decidido que ya no les queda vida que vivir,
amistades con las que compartir, hijos y nietos con quienes disfrutar y se les
aparca. Hemos de invertir esa tendencia, esas dotaciones reclamadas han de
estar dispersas por los barrios de forma que a los beneficiarios no les
implique la exclusión del espacio en el que han desarrollado buena parte de sus
vidas y en el que habitan sus seres más cercanos. El beso cotidiano de un nieto
tiene más valor terapéutico que el mejor cuidado en la soledad de la distancia.
Queremos
que nuestros padres y madres estén atendidos y estén con nosotros. Con el
respeto que nuestra generación trate sus progenitores será el mismo con el que
nuestros hijos nos tratarán. La vejez y sus necesidades nos acechan a todos al
final del camino.
Joaquín
Robledo
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