Terminar en medio del campo o en
el pueblo que no era se fue convirtiendo en un tradición. No había año
que atináramos con el camino que conducía a Rivilla de Barajas. No son
más de ochenta las personas que viven allí habitualmente, pero
conseguían convocar a miles de jóvenes (y no tanto) durante unos
festejos que no se correspondían, por exceso, con el tamaño de este
pueblo abulense.
La memoria me traiciona y no recuerdo bien si las
fiestas se celebraban la última semana de julio o la primera de agosto
pero se celebraban, y de qué manera. A este enclave morañego se accede
(o se accedía), si se va desde cualquier pueblo de la ribera del
Trabancos, por uno de los caminos de concentración que parten de la
carretera que une la nacional Ávila-Salamanca con Fontiveros, la cuna
del místico Juan de Yepes. Uno de los caminos, pero ¿cuál? Año tras años
estábamos seguros de acertar, año tras año terminábamos en medio de una
tierra recién segada o incordiando a una pareja que, al amparo de la
luna, había aparcado buscando intimidad a un lado de una vía por la que
nadie debería circular a esas horas.
Año tras año nos las
prometemos felices cuando arranca una temporada que, esta sí, tendrá
como final la consecución del objetivo presupuesto. Hasta ahí, porque
poco después el globo se desinfla y el Valladolid aparece encallado en
medio de un camino que conduce, como aquellos por los que deambulaban
los cómicos que recreó magistralmente Fernán Gómez, a ninguna parte.
Perdido,
solo el azar, base del estudios de probabilidades, permitió al Pucela
arañar un punto en un partido grande si hacemos caso a la historia de
los contendientes, sin embargo, mínimo por lo que nos ofreció -los
nombres visten pero no juegan-. El punto puede saber a poco por el
momento en el que se produjo el gol del rival pero que, visto sin
orejeras, es mucho más de lo merecido. El fútbol consiste en crear
ocasiones, marcarlas es la consecuencia. Normalmente hay una correlación
pero hay veces que los números se rebelan. Ayer fue una de esas veces,
el Valladolid tiró una sola vez entre los tres palos, gol. Más de media
docena de ocasiones claras tuvieron los jugadores del Celta y hasta ese
postrer momento ninguna de ellas terminó con el balón en la red. Buena
parte del mérito de que, intento tras intento, los vigueses no
consiguieran su objetivo la tuvo Jaime, un portero con manos como
frontones y pies como ladrillos. Gracias a él soñamos con los tres
puntos -los sueños no entienden de merecimientos-, hasta que Orellana
nos despertó con un gol que tiene otra relación con los análisis
probabilísticos: lo consiguió al lanzar una falta señalada por el pésimo
Pino Zamorano que sí fue. Y aquí está lo sorprendente, puede que fuese
su primer acierto. Un niño soplando un silbato fuera del estadio
garantiza mayor porcentaje de acierto en hacer coincidir el sonido con
la infracción que este árbitro. Vamos, ni adrede. Cuentan que Hitler
hizo fusilar a su meteorólogo por acertar solo la mitad de sus
predicciones. Menos mal que este hombre vive en otra época.
Hay
días que los hechos conspiran contra el Teorema de Bayes. Con menos
ocasiones tienes más rendimiento, el que siempre falla atina y no
aciertas cuál de los cuatro caminos lleva a Rivilla aunque lleves diez
años seguidos yendo a sus fiestas. Eso sí, mi parte optimista recuerda
que, tras perdernos, siempre llegamos.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 26-09-2011
Publicado en "El Norte de Castilla" el 26-09-2011
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