El
gas simbólico es altamente inflamable, cualquier cerilla prendida en sus
aledaños puede provocar una explosión porque los símbolos habitan en el
imaginario colectivo, un pantanoso terreno adosado a las vísceras y, por tanto,
fácilmente manipulable por quienes se han arrogado su usufructo. Este conjunto
de colores, sonidos o idealizaciones históricas se asumen como propias por una
gran parte de la población que está expuesta a que sus dirigentes utilicen
mezquinamente esos arraigos colectivos para sus beneficios particulares. Se
envuelven en la bandera para que el dedo de la responsabilidad deje de
apuntarles a ellos y se dirija al enemigo externo o al desleal de casa. Es un
clásico la aparición de algún rescoldo relacionado con Gibraltar cuando la
situación económica se complica.
En
un estado moderno esos símbolos no pueden ser otra cosa que la representación
de un paraguas, el propio estado, que cobija a quien se cubre bajo su tela.
Desde este prisma suena como una afrenta que, quien días atrás decía que
cualquier recorte le parecía pequeño, pretenda ahora convertirse en madre de la
patria escondiendo sus vergüenzas en un himno. Es un ataque a la razón que,
mientras vemos peligrar el estado de bienestar, convirtamos en el principal
debate unos silbidos. Más que nada porque esos silbidos no son una enfermedad,
en todo caso serían un síntoma de algo mucho más grave: la desafección, no solo
territorial, de una buena parte de la sociedad ante un modelo político y social
que muestra claras grietas en el casco del barco llamado España.
Aquí,
la capitana, en vez de ser la última que abandona la nave, ha decidido prender
la mecha de los explosivos buscando el enfrentamiento entre la tripulación para
no explicar por qué la bodega está vacía. Mientras estemos entretenidos en
discusiones sobre si se debió jugar o no un partido de fútbol, Esperanza
caminará con paso imperial. Al fin y al cabo la España de sus sueños son unas
tijeras y un desfile militar.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 21-05-2012
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