viernes, 26 de junio de 2020

EL PASADO IMPREDECIBLE

Foto "El Norte de Castilla"
Los rusos, para reírse de sí mismos y de su historia oficial, acuñaron un aforismo burlesco: el pasado, dicen, es impredecible. Al parecer data de los tiempos de Stalin, aunque bien pudo ser utilizada con anterioridad, bien se puede decir que, en otra medida, ese afán del poder por reescribir la historia tiene valencia en el resto de lugares del orbe. Los hechos, estos sí, escritos, reescritos, sobrescritos o por escribir, son innegociables. Algunos, además, irreversibles. Tanto, que a quienes tales hechos afectan necesitan hacer un esfuerzo para acomodar su cabeza a la nueva realidad.

El gol es el momento supremo del fútbol. El instante que da por terminado un acto, el que indica el comienzo de otro en que las condiciones han cambiado respecto a las que regían un segundo atrás. El portero, último valladar de un equipo, última esperanza de un pueblo, es consciente de su responsabilidad. Cuando el balón le ha sobrepasado, cuando sus esfuerzos por detener la pelota resultaron estériles, asume su propio fracaso. Entonces, gira la cabeza con una mezcla de prisa y miedo para constatar un desenlace del que ya no forma parte. Lo que haya de ser será, pero no por lo que yo pueda aportar.

Levantar la cabeza y cerciorarse de que el balón ha atravesado esa superficie restringida por tres postes es el certificado de un fracaso. Por más que gol haya sido imparable, la cabeza del portero batido bucea en pos de un pasado más complaciente: en su mente siempre merodean escenas alternativas en las que el desenlace es radicalmente opuesto.

Pero los hechos, decía, son tercos como mulas. O eran. Que de un tiempo a esta parte, el VAR ofrece una segunda oportunidad. Tal vez, piensa el portero, haya pasado algo, una mano, un empujón a destiempo, una torpe zancadilla al inicio de la jugada, un fuera de juego de refilón, que dé una voz de alerta y la realidad asuma que el duelo que arrancaba era por un tiempo que aún permanece vivo.

Esta vez, el resquicio se cerró pronto. Nada hubo de reprochable en el gol. La validez del tanto se confirmaba. Masip, atrapado en una gigantesca tela de araña, abandonaba el ánimo a su suerte presto para ser engullido por el arácnido depredador.   

En paralelo, fuera ya del foco de la cámara, Jaime Mata celebraba su gol. El momento le debió de parecer extraño, doblemente raro. Por un lado, se lo anotaba al equipo que le sirvió -el mérito fue suyo, no se olvide- de trampolín. Era un gol un poco en propia puerta. Por otro, Zorrilla no respondió. Ya no como antaño cuando los goles eran propios, no se oyó ni el lamento por el gol recibido. La liturgia, no obstante, se mantuvo. Mata lo celebró dirigiéndose a la nada, buscando algo de comprensión del público ausente, pidiendo perdón a un vacío. El acto tenía todo de religioso. No había nadie, pero veía a todos. Como el hijo huérfano que actúa pendiente de la aprobación de sus padres que hipotéticamente le siguen cuidando desde un supuesto más allá.

Masip, volvemos a él, alfa de aquel ascenso, sufre el latigazo del omega. Se levanta, es veterano, por tanto consciente de que en todo acto de vida habita un poco de muerte. El gol es la constatación de esa paradoja: a la vez que nos asesina un poco, nos espolea a seguir. Veterano, insisto, sabe también que no todos los goles duelen lo mismo, que los hay de hoja perenne y otros, este, de hoja caduca. En breve, el gol encajado el martes no será más que un apunte contable, un dato en la estadística. La permanencia, objetivo básico, está a tiro. El grupo se lo ha ganado. Ese futuro sí es predecible.


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