Los rusos, para reírse de sí mismos y de su historia
oficial, acuñaron un aforismo burlesco: el pasado, dicen, es impredecible. Al
parecer data de los tiempos de Stalin, aunque bien pudo ser utilizada con
anterioridad, bien se puede decir que, en otra medida, ese afán del poder por
reescribir la historia tiene valencia en el resto de lugares del orbe. Los
hechos, estos sí, escritos, reescritos, sobrescritos o por escribir, son
innegociables. Algunos, además, irreversibles. Tanto, que a quienes tales
hechos afectan necesitan hacer un esfuerzo para acomodar su cabeza a la nueva
realidad.Foto "El Norte de Castilla"
El gol es el momento supremo del fútbol. El instante que da
por terminado un acto, el que indica el comienzo de otro en que las condiciones
han cambiado respecto a las que regían un segundo atrás. El portero, último valladar
de un equipo, última esperanza de un pueblo, es consciente de su
responsabilidad. Cuando el balón le ha sobrepasado, cuando sus esfuerzos por
detener la pelota resultaron estériles, asume su propio fracaso. Entonces, gira
la cabeza con una mezcla de prisa y miedo para constatar un desenlace del que
ya no forma parte. Lo que haya de ser será, pero no por lo que yo pueda
aportar.
Levantar la cabeza y cerciorarse de que el balón ha
atravesado esa superficie restringida por tres postes es el certificado de un
fracaso. Por más que gol haya sido imparable, la cabeza del portero batido bucea
en pos de un pasado más complaciente: en su mente siempre merodean escenas
alternativas en las que el desenlace es radicalmente opuesto.
Pero los hechos, decía, son tercos como mulas. O eran. Que
de un tiempo a esta parte, el VAR ofrece una segunda oportunidad. Tal vez,
piensa el portero, haya pasado algo, una mano, un empujón a destiempo, una
torpe zancadilla al inicio de la jugada, un fuera de juego de refilón, que dé
una voz de alerta y la realidad asuma que el duelo que arrancaba era por un
tiempo que aún permanece vivo.
Esta vez, el resquicio se cerró pronto. Nada hubo de
reprochable en el gol. La validez del tanto se confirmaba. Masip, atrapado en
una gigantesca tela de araña, abandonaba el ánimo a su suerte presto para ser
engullido por el arácnido depredador.
En paralelo, fuera ya del foco de la cámara, Jaime Mata
celebraba su gol. El momento le debió de parecer extraño, doblemente raro. Por
un lado, se lo anotaba al equipo que le sirvió -el mérito fue suyo, no se
olvide- de trampolín. Era un gol un poco en propia puerta. Por otro, Zorrilla
no respondió. Ya no como antaño cuando los goles eran propios, no se oyó ni el
lamento por el gol recibido. La liturgia, no obstante, se mantuvo. Mata lo
celebró dirigiéndose a la nada, buscando algo de comprensión del público
ausente, pidiendo perdón a un vacío. El acto tenía todo de religioso. No había
nadie, pero veía a todos. Como el hijo huérfano que actúa pendiente de la
aprobación de sus padres que hipotéticamente le siguen cuidando desde un
supuesto más allá.
Masip, volvemos a él, alfa de aquel ascenso, sufre el
latigazo del omega. Se levanta, es veterano, por tanto consciente de que en
todo acto de vida habita un poco de muerte. El gol es la constatación de esa
paradoja: a la vez que nos asesina un poco, nos espolea a seguir. Veterano,
insisto, sabe también que no todos los goles duelen lo mismo, que los hay de
hoja perenne y otros, este, de hoja caduca. En breve, el gol encajado el martes
no será más que un apunte contable, un dato en la estadística. La permanencia,
objetivo básico, está a tiro. El grupo se lo ha ganado. Ese futuro sí es
predecible.
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