jueves, 24 de diciembre de 2020

EL CERRAJERO INNECESARIO

Habrá no menos de un centenar de películas malas del oeste, de esas indistinguibles unas de otras que, en horario de sobremesa, compiten con los documentales de animalitos y tierras salvajes de la 2 por ser los elegidos para propiciar la modorra, para facilitar la cabezadita, que comienzan presentando a los integrantes de la banda, mayormente de forajidos, que se forma para desarrollar lo que ha de ser la trama de la historia. En esa exposición inicial van desfilando el experto en explosivos, el tirador diestro, el avezado jinete, un cartógrafo o alguien que conoce el terreno en que se habrá de desarrollar la operación… Cada uno de ellos entra en acción en un momento concreto de la película, asume protagonismo con el advenimiento del tiempo en que se ha llegado a su parcela de responsabilidad y, una vez rematada, entrega el testigo al siguiente.

El último en participar  -un personaje gris, silencioso, carente de gracia, incapaz de llamar la atención; un tipo de cuya presencia ni nos habíamos percatado hasta que entran en la oficina del banco o en el vagón del tren que pretenden asaltar- es el cerrajero, el encargado de abrir la caja fuerte en la que se acumula el objeto del deseo de la camarilla, el leitmotiv que los aglutinó: los resplandecientes billetes que suman miles de dólares.

Hasta esas postreras escenas, el individuo en cuestión era poco menos que un lastre que se escondía detrás del resto ante cualquier peligro que amenazara al grupo. Le veíamos cabalgando algo rezagado, hasta ahí su papel. En este instante, su desempeño cobra sentido. Una vez solventados todos los demás peligros, solo unos centímetros separa a la banda del botín. Una distancia pequeña, pero un obstáculo colosal. La dinamita no es solución, junto con la puerta del arcón de seguridad se llevaría por delante tan delicados papelitos que, una vez quemados, perderían su valor o dejarían un rastro más sencillo de seguir. Aquí, la fuerza, la audacia, la velocidad, pierden su vigencia. Solo el conocimiento y la agudeza del oído de unos pocos es capaz de resolver la ecuación. Clic. Et voilà. Sonrisas, algarabías, disparos al aire. The end.

Esta vez, el guion no condujo a bien el atraco. Nada original tampoco, de estas también vimos, vivimos, otros pocos cientos. El malogro se produce mucho antes. En un desfiladero inaccesible por una avalancha de piedras, ante la acometida de un grupo de indios cuyas flechas les hicieron saber que ese plan no sería, frente a la determinación de un sheriff poco dado al güisqui que detuvo a tres cuartas partes de la partida. Al banco o al tren, ni llegaron. No fue necesario pergeñar un decorado para simular una población en medio del desierto, con sus casas, su saloon y su cárcel, a la que nunca habrían de llegar los asaltantes.  

Frustrado el plan, no tiene sentido que, por encendido que se revuelva su coraje, el jefe masculle palabras contra el cerrajero, que le apunte como responsable del desaguisado. Haberle llevado nada aportó. Pudo ser, incluso, una rémora, pero no hay cosa que reprocharle. Sabía que era muy bueno en lo suyo, de hecho el cerrajero Weissman fue clave en el atraco de hace dos películas. Pero para poder hacer ‘lo suyo’, antes otros tendrían que haber hecho otras labores que no hicieron. O el jefe haber cambiado de plan.


Publicado en "El Norte de Castilla" el 24-12-2020

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