lunes, 21 de diciembre de 2020

LA VIRGEN Y EL SANTO

Abro el whatsapp en el que Miki me envía la foto que ustedes ven ahí arriba. Me pilla, ¿cómo no?, en mi vieja silla de oficina a la que Javi Bolaños le puso patas nuevas hace apenas un par de semanas. La pobre había dejado de sostenerme. O de aguantarme. El émbolo de gas se le hundió irremisiblemente tras haber sufrido los estragos causados por dos demasiados: mi peso y las horas acumuladas sobre ella. En la mesa, recién rematada, ‘La transparencia del tiempo’, la penúltima novela de Leonardo Padura. En sus páginas, el ex policía Mario Conde investiga en su Cuba el robo de la imagen de una Virgen negra labrada en el Viejo Continente durante el Medioevo. La figura, incólume en su entorno pirenaico después de siglos de andanzas, tras sobrevivir a guerras, incendios, desesperaciones… amenazas anticlericales, pierde una mano en el postrer trasiego trasatlántico allá por el 36 del siglo pasado.

Observo la foto, el balón al aire, el brazo elevado de San Emeterio, me traslada al momento del penalti. Esta es de otra jugada, pero se repite la situación -¿irresponsabilidad?, ¿imposibilidad de impulsarse sin separar los brazos del tronco?- que provocó el silbatazo del árbitro. Se repite insistentemente, porque el del sábado fue el tercer penalti de la misma factura que cobran al Pucela en lo que va de temporada. Saltar así, por lo visto, se ha convertido en una temeridad que expone al equipo al albur de la voluntad de la pelota. Porque ya no es el clásico ‘voluntaria versus involuntaria’ el que decide el sí o el no del fatal castigo; ahora el coco del árbitro se debate entre si la posición de la mano cuando el golpeo es o no natural. Mientras sea este criterio el que decida, bien estará que se entrene el salto con los brazos tan pegados al cuerpo como los de un muñeco de futbolín.       

De niños, cuando alguien tocaba el balón con la mano, cuando la metía donde no tocaba, se le cantaba, de mejor o peor humor según el caso, ‘las manos al culo, el culo en casa y la casa lejos’. La solución drástica, cortársela y dejar a los jugadores blanquivioletas tan mancos como la Virgen negra de Padura, no se contempla. 

En cualquier caso, San Emeterio negaba la mayor. Trataba de convencer al árbitro de que la pelota no le golpeó en el brazo sino en la cara. Le mostraba el colorao de su rostro como prueba. ‘Casi me arrancan la cabeza’, parecía decir. Tampoco sería extraño. Por ‘La transparencia del tiempo’ nos pasa inadvertido, pero a lo largo de los siglos, las mismas vicisitudes, como cuentas de un rosario, se encadenan idénticas una y otra vez. El San Emeterio de la segunda mitad del siglo III fue un calagurritano con estampa de mediocentro enrolado en las milicias romanas. Vestido con la camiseta del cristianismo, abandonó la defensa de Roma asumiendo el riesgo que tal decisión acarreaba. Murió decapitado. Su cuerpo y su cabeza se veneran por separado en Calahorra y Santander (no en vano el nombre de la capital cántabra procede de Sancti Emeterii). En este caso, los brazos quedaron pegados al cuerpo. Sin riesgo de penalti. 


Publicado en "El Norte de Castilla" el 21-12-2020

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