sábado, 12 de diciembre de 2020

HEREDERO SIN SABERLO

El cielo en lo alto, tan lejos de Castilla, no hubo forma humana de desentrañarlo. Como el empellón democrático llegó a España después que los tractores, el señor Cayo ya había tenido tiempo de quedarse solo. El medio rural había casi completado la primera fase de la despoblación, las generaciones más jóvenes, las fértiles, habían buscado futuro y acomodo en el País Vasco, Cataluña o Madrid. La segunda toma forma de cuenta atrás, “en Martos (quedan) cinco. Aguarde, digo mal, cuatro, el Baudilio falleció el mes pasado”. Así, hasta que el último apague la luz.

Porque ‘El disputado voto del señor Cayo’ va de eso -ni importa el voto, ni hay disputa por él. De hecho, el único encontronazo, y digo encontronazo porque para pelea son necesarias dos partes, del que se da cuenta en las páginas del libro, se nutre del rencor previo. El sentido del voto del anciano no tiene rango ni de excusa-, de la inexorable muerte de un mundo que se va apagando en silencio delante de nuestros ojos aunque no acertemos a verlo.

Visto así, el tramo central del libro no relata tanto el encuentro, solo posible por las extraordinarias circunstancias de aquel 1977, entre tres políticos de extracción urbana con aquel vestigio del pasado rural encarnado en el señor Cayo. Tampoco estamos ante una sacralización del mundo que agoniza. Delibes, a su manera, no se compadece: muestra rencores inclementes “Ya ve, (somos dos) y todavía sobramos uno”, perfila el personaje de la esposa del señor Cayo como muda, muestra la estrechez y el aislamiento  en el retrato del viudo que casó en segundas nupcias con la que fue su suegra tras las primeras y apunta la actitud obstinada de aquellos hombres mediante el relato del individuo que prefirió suicidarse a perder una apuesta. Las páginas de ‘El disputado voto’ son la crónica del advenimiento de los Rafas, de una primera generación, predecesora de todas las demás, desapegada física, emocional y, por tanto, intelectualmente del pasado rural; del pasado.

Víctor, sobrepasada la trinchera de los cuarenta, aspirante a diputado, llegado de ese Madrid usado como significante, es aún capaz de comprender el caudal de sabiduría que se pierde con la extinción de los ‘cayos’. Laly, en parte por su actitud empática, por haber sido educada para cuidar, quizá porque con los treinta sobrepasados ese mundo no le pillase tan a trasmano o por simple respeto, al menos escucha con atención. Ambos conocieron un mundo sin tractores, eran adultos cuando el tirano murió en la cama, son capaces de enlazar pasado y presente. Tal vez por ello, olvidan el propósito inicial del viaje, entienden el valor del paseo con el señor Cayo, dan forma a la tarde en común, aprenden, comparten. Y sufren la insolencia adolescente de ese Rafa incómodo, renegón, que no encuentra sentido en perder el tiempo con un ser extemporáneo.  Ese veinteañero, aún “un poco ligero” al que le urge volver a su mundo, a su época, está aterrizando en la vida adulta, tiene todo por hacer. Al fin, el libro se escribió en el mismo 1978 en que se aprobó la Constitución. Rafa dejará de ser joven con el transcurso de los años. Si quiere sobrevivir tendrá que ir adquiriendo su propio peso, construyendo su propio tiempo. Mejor, peor, el que toca, heredero de todos los anteriores.

Publicado en "El Norte de Castilla" el 12-12-2020

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