Ha sido
como volver a casa tras mucho tiempo viviendo fuera de ella. Había habido otras
visitas pero teníamos el gusto maleado y el alma distraída por lo que nos
habían vendido como moderno.
Algunos,
no pocos, se han convertido en émulos de Hamlet y, calavera en mano, se
revuelven contra el cielo sustituyendo “el ser o no ser, he ahí el dilema” por
un más prosaico “tenía y ya no tengo, he ahí el problema” y continúan “nunca
llegué a pensar que me vería en estas”. Hijos que después de creerse, porque lo
son, adultos, han tenido que volver a la casa de la que se fueron. Clases
medias que se miraban al espejo viéndose un poco más altas y ahora comparten
espacio en los comedores sociales con los mismos a los que hace no tanto
culpabilizaban de su situación, de los que huían sin darse cuenta de que eran
parte de lo mismo.
La visita a ‘El Collao’ es la vuelta a casa del hijo que
había comido alguna vez en el Bulli, un encuentro familiar de futbolistas
modestos donde comparten el cocido alrededor de un balón. El campo del Alcoyano
es uno de esos comedores sociales, un campo en el que se reúnen para paliar su
hambre de fútbol. Allí, el Alcoyano lleva años saciandose aunque no sea un estadio cinco
estrellas.
Pero las
crisis tienen algún aspecto positivo aunque solo sea para los que reflexionamos
en abstracto aunque las vivamos en primera persona -para los que las sufren de
forma descarnada no hay consuelo filosófico que valga- y tratamos de encontrar
los cambios que en la sociedad se producen: tras un tiempo dando más valor al
continente que al contenido, al ornato que al meollo, a la lisonja que a las
caricias; tras fantasear con quimeras que parecían cercanas, tras creernos
ricos, hemos tenido que volver a encontrar el placer de lo pequeño.
El Valladolid se ha codeado con la élite, llegó a creerse poderoso por
compartir mesa y mantel con los más ricos del planeta, presumía de ello en sus
círculos sociales pero llegó su crisis particular y tuvo que recomponerse. Al
principio le costó adaptarse y seguía yendo al bar del pueblo con el traje que
guardaba en el armario sin darse cuenta de que la mejor forma de dar el cante
en una playa nudista es llevando bañador por muy de marca que sea. Ahora el
Pucela lo sabe. Campos como el de ayer recuerdan a la comida casera, a ese
fútbol sin parafernalia. En las visitas anteriores a la casa de nuestro padre
el fútbol, llámese Huesca o Cartagena, mientras comíamos el cocido hablábamos
de las excelencias de los restaurantes que aparecen en la Guía Michelín. Ayer
ya no, nosotros, los espectadores, acostumbrados a espectáculos televisivos de
más fuste, podemos pensar que no fue así pero baste decir que hubo más disparos
a puerta que faltas y eso indica respeto al fútbol. Fue un señor partido en
toda regla. Desde la perspectiva blanquivioleta hay otro elemento de
satisfacción, el Valladolid ha comprendido que es más importante comer que
presumir y supo digerir el menú de principio a fin. La sopa caliente de la
primera parte en la que se fue dando calor al estómago con sustos incluidos. La
segunda mitad fueron los garbanzos, el estómago aún no se ha terminado de
llenar pero el rival, el hambre, comienza a sentirse lejano. El gol llegó con
las viandas finales, supo a tocino, chorizo y gallina vieja. Los tres puntos fueron
el postre para seguir trabajando con la tripa satisfecha y la boca dulce.
Viendo lo visto y sabiendo lo que queda, afirmo, sin temor a que la realidad me
deje en evidencia, que este equipo volverá a comer en los mejores restaurantes
pero sin despreciar el valor de las comidas más sencillas.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 29-01-2012
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