Las estructuras de cualquier
organización, bien social, bien institucional, envejecen aquejadas de
enfermedades procedentes de los humanos que las forman. Quizá, la peor de ellas
sea el miedo a romper con las inercias que, de forma paulatina pero inexorable,
se van adueñando de los ritmos de dichas organizaciones. Se van creando
estructuras que, a la par que se anquilosan, generan anticuerpos para
defenderse de cualquier vestigio de ataque al statu quo. Al final, las secuencias se repiten día tras
día, año tras año, legislatura tras legislatura y se van generando unos
ecosistemas en los que solo son capaces de sobrevivir (y no digamos sobresalir)
quienes son capaces de adaptarse a ellos.
En este modelo darwinista de selección
de las especies, las características que se necesitan para resistir con bien a
este proceso casi nunca coinciden con las requeridas para llevar a cabo la
tarea encomendada. Si alguien que defiende los mismos principios que la
organización en cuestión osa criticar alguna de estas derivas, sus palabras
serán expuestas como un ataque a la organización y posteriormente será acusado
de desleal. Los anticuerpos que defienden los aparatos realizan un sibilino e
interesado ejercicio de metonimia; confunden voluntariamente el todo de la
organización por la simple parte que es su estructura. Por ello, precisamente
por ello, porque es inevitable que las organizaciones formadas por humanos no
repitan estos procesos, son imprescindibles los tiempos de catarsis, esos
momentos iniciáticos en los que se rompe abruptamente con el pasado pero no
para olvidar, sino para recordar el sentido original de las cosas y para
ponerse de nuevo a ellas. No consiste en desterrar todo lo anterior sino en
cuestionarlo todo, no se trata de un simple cambio generacional -que no es eso-
sino de un punto y aparte. Ante ello, los instalados se aferrarán a lo viejo,
pero no por defender sus principios, sino su situación. Es más, la gran mayoría
de estos instalados que perpetúan las rutinas no son las personas con más
poder, las viejas estructuras son vanas burocracias que necesitan perpetuarse;
al fin, mantener sus puestos de trabajo. Las cabezas visibles son los que
supieron nadar bien en estas procelosas aguas, pero tienen menos que perder de
producirse esa catarsis política que se pide a gritos pero que no se la ve
venir. Hasta lo nuevo huele a viejo. Una lástima.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 14-05-2015
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