Conoce la teoría, como su interlocutor, como el resto de la chavalería, pero solo la plantea en el momento que le beneficia.
Los adultos, con la libertad de expresión, nos comportamos
de forma similar. Es como nuestro juguete, pero, excepto por su fragilidad, no se
parece a un juguete. La reclamamos cuando pensamos que no la tenemos, cuesta
más ofrecer la posibilidad de que la disfrute el otro sin ‘peros’ que la
limiten, sobre todo si lo que expone cuestiona lo que pensamos, escapa de
nuestros límites de lo admisible e, incluso, nos resulta desagradable u
ofensivo. Pero esta es la única posibilidad, y exige un esfuerzo. A cambio, nos
aporta una garantía: si asumimos el discurso del otro, estaremos menos
expuestos a que un poder señale al que le cuestiona, a mirar con una visión
sesgada inducida por el poder, a que se nos inocule el desprecio al
discrepante, a que aparezca una mano dispuesta a eliminarlo. La libertad de
expresión es cara, muy cara. Cara e, insisto, frágil.
Pienso ahora –imbuido por la actualidad, porque cada día
muere gente por decir lo que alguien no quiere que se diga- en el atentado que ha sufrido el escritor
Salman Rushdie. Pero sobre todo, sea cual sea la causa concreta que ha
conducido al asaltante, en que su vida pende de un hilo desde hace 33 años.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 16-08-2022
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