El que por miedo decide callar no tardará en ahorrarse el
esfuerzo de pensar para no sentirse silenciado.
Un oficial victorioso embutido en su reluciente
uniforme ejerce de improvisado guía en ese Museo del Prado que olía a sangre
reciente en el Madrid de la posguerra. Entre cuadro y cuadro rememora sus
hazañas bélicas con esa hinchazón huera capaz de transformar en epopeya la más
abyecta traición. De sopetón interrumpe su paso y muestra un lienzo, el autorretrato
desde el que Goya lleva dos siglos observándonos, ufano relata como unos
soldados falangistas rescataron ese cuadro cuando “unos rojos” pretendían
destruirlo. Es la penúltima escena de la película “La hora de los valientes”
(Antonio Mercero, 1988).

Goya había retratado al pueblo de Madrid como
víctima de los devastadores Desastres de la Guerra, guerra sin héroes ni
gestas, guerra como triunfo del fanatismo, de la crueldad y de la avaricia,
ante el valor de la razón. Goya supo desmadejar el nudo formado por la retórica
liberal del discurso napoleónico y los estragos causados por el ejército
francés (Carga de los mamelucos o Fusilamientos del tres de mayo). Goya sufrió
la carnicería, que toda guerra es, soportando en sus carnes el nacionalismo
cerril que toda guerra de invasión produce. Derrotado el imperio, que no supo
defenderse de usos bélicos desconocidos hasta entonces (la guerrilla), se reestableció el antiguo régimen y Goya tuvo que retirarse a Carabanchel y
exiliarse poco después.
Mientras sus pinturas hablaban, él ha mantenido su
pose inerte. Hasta el otro día. Un grupo de actores, conscientes de la sordera
del de Fuendetodos repitió hasta la extenuación un grito: “No a la guerra” y el
maestro sonrió. Esa sacudida despertó de un prolongado letargo a una buena
parte de la sociedad que, suscribiendo la proclama, no encontraban la forma de
hacerse oír y, a la vez, agrió el gesto de un gobierno no demasiado proclive a
aceptar disonancias.
Por que esa es otra, y al cabo lo que me interesa en
este artículo, estamos en manos de un gobierno que miente y manipula para
acallar las críticas a su gestión e insulta a quien las plasma negro sobre
blanco. Hasta ahora la respuesta de los agraviados se difuminaba en un olvido
ramplón, pero hoy quiere manchar nuestras manos de sangre so pretexto de
liberar a un país de su tirano y eso son palabras mayores.
Una sociedad que se autodefine adulta tiene como
obligación ineludible denunciar las componendas de un presidente que anula el
debate parlamentario fundiendo en su persona al poder ejecutivo con el
legislativo, que arrastra a un estado soberano a una guerra cuando cuatro de
cada cinco de sus conciudadanos se opone, que anula el debate social en los
medios de comunicación públicos impidiendo la aparición de voces discrepantes o
sesgando la información difundida y que, en vez de tener voz propia, se limita
a acatar subordinadamente las ordenes que llegan del otro lado del Atlántico.
Que mejor oportunidad para esa denuncia que aprovechar los micrófonos de una gala
emitida por televisión.
Pues a partir de ahí la de dios es cristo. Junto a
palabras legítimamente críticas reprobando la actitud de la gente del cine,
hemos asistido a un espectáculo de desconche de la liviana capa de pintura
democrática que recubre el afán totalizador de miembros del gobierno y de sus
palanganeros. Sobra con analizar sus comentarios. Veamos:
Los más simples –piensa el ladrón...- adjetivan como
manipulados a quienes criticaron al gobierno. ¿Eso no es insultar?. Quizá si la
frase de marras no hubiese manado de más de cuatro bocas habría sido merecedora
del aplauso como el recibido por Almodóvar, quien vino a decir lo mismo tras
recibir un globo de oro, sin embargo una respuesta unánime que va mucho más
allá de lo que puede ser una gracia de algún “farandulero retroprogre” se les
torna insufrible
Acusan de desleales a los organizadores por no haber
entregado el guión previamente a los responsables de TVE. Mienten. La dirección
del ente tenía en su mano el guión, no así las intervenciones de los premiados
que, obviamente, son una incógnita sin despejar hasta que son impelidas.
Embuste aparte, ¿cabe un más explícito reconocimiento de censura?. En
televisión, por primera vez en mucho tiempo, no nos dijeron lo que tenemos que
pensar; se enteraron de lo que pensamos la inmensa mayoría. Dicho sea entre
paréntesis, las imágenes que TVE cedió al resto de cadenas de televisión
omitían cualquier referencia a estos hechos.
Critican a los cineastas que con el alboroto sólo
consiguieron que no se hablara de cine. Me callo y que responda Fernando León
de Aranoa, a la postre el principal perjudicado: “nunca antes se había hablado
menos de la película más premiada y, sin embargo, no podía importarme menos”.
Los formalistas se escandalizan por la utilización
de un foro para fines que no le son propios. La política para los políticos,
vienen a decir, los actores a actuar y el papa a decir misa. Son los mismos
que, en la gala de 1998, bendijeron a José Luis Borau, presidente entonces de
la Academia, cuando levantó sus manos pintadas de blanco y labró un discurso
que merece la pena recordar: “nadie, nunca, jamás, en ninguna circunstancia,
bajo ninguna ideología ni creencia, nadie puede matar a un hombre”. La sangre
de Ascensión García Ortiz y de su marido, el concejal sevillano Alberto Giménez
Becerril, estaba fresca. Habían sido vilmente abatidos por pistoleros de ETA.
Nadie acusó a Borau de extralimitarse, ni de estar fuera de lugar.
El Salón puesto en pie haciendo suyo el gesto
de Borau desmantela el argumento de los
que piensan que el cine español no asume una postura tan clara cuando de la
violencia de ETA se trata. Pero si les parece poco que vayan a ver películas
como Yoyes, Días contados, asesinato en febrero...: Hay, en cualquier caso un
matiz que no conviene dejar correr. Cuando ETA asesina nos convierte en
víctimas, cuando el gobierno decide que se arrase a otro país nos convierte en
verdugos. Y se puede decidir no ser verdugo, la decisión de no ser víctima está
más lejos de nuestra voluntad.
Argumentos hasta mil con el objeto de robarnos la
opinión, negando la realidad e intentando convencernos de que España es el país
de nunca jamás que cada tarde a las tres nos muestra una tele que debiera ser
de todos y es sólo su tele. Se han despistado un ratito y, de la misma forma
que una grieta puede hundir a un Prestige, una ranura de libertad puede ser
suficiente para domeñar el ardor guerrero de nuestro gobierno, un vientecillo
puede esparcir la semilla de la dignidad y devolvernos el orgullo arrebatado
por un presidente que ha rendido vasallaje a la ultraderecha norteamericana.
Con engaños y silencios han lustrado su currículo.
Como el oficial de la película citada al comienzo, pueden repetir hasta la
saciedad que rescataron el autorretrato de Goya, pero en realidad bombardearon
al Museo del Prado. Pueden acusar de intentar destruir al cuadro a quién murió
por defenderlo. Pueden... pero cuando el oficial abandona la sala, en la última
escena de la película, una mujer y un niño se acercan al cuadro, saludan a Don
Francisco con la familiaridad de quien ha compartido tres años de miseria en
medio de una guerra. Los tres seguían vivos
pero echaban de menos a su marido, a su padre, a su compañero. Sufren su
ausencia, pero sufren más el baldón de la infamia. Y Goya desde su pedestal de
El Prado sigue advirtiéndonos de los desastres de la guerra y de las mentiras
que a ella llevan.