miércoles, 8 de agosto de 2007

MORIR SOLO, SÓLO MORIR

       Arsenia y Amalio pudieron haber muerto allá por el año 25 del siglo pasado, cuando nacer y seguir vivo era arte de funámbulos, pero sobrevivieron. Hasta el otro día. Quizá mucho antes habían dejado de existir y la fuerza que arrastraba sus pies no era sino el reflujo del último estertor. Pero de su muerte física nada supe hasta antes de ayer. Podrían haber muerto en esa guerra traidora en la que jugaban a esquivar obuses o en esos exangües años posteriores de estómago vacío, a todo ello resistieron. Por un miserable chusco llenaron de llagas sus manos y así, año tras año, hasta que la maquinaria les echo de las prosperas fincas del señorito. En la capital, con tantos como ellos, encontraron cobijo bajo una chapa, entre cuatro tablones. Sólo varios años después, incontables horas de trabajo después, compraron una casa digna de tal nombre. En ella criaron a sus cinco hijos, en ella invocaban a esos axiomas de la unidad familiar. Pero a su alrededor las viejas estructuras se derrumbaban antes de construir las nuevas. Dos días atrás aparecieron muertos en su vieja casa, seis días llevaban sin que nadie les hubiese echado de menos; mas su muerte se produjo mucho antes, cuando se despeñó la única institución en que los humildes podían creer: los que tenían cerca.”


Es un retazo de historia. Unas líneas en las que hace tiempo quise reflejar la soledad de los desamparados. La soledad de los últimos días. El relato de un caso extremo porque, a pesar de que se repite inexorablemente,  la mayoría de los corazones laten por última vez rodeados de las personas a las que han querido, a las que han entregado sus vidas. Pero ese último aliento se produce después de años en que las secuelas de la vejez unidas al frenético ritmo de nuestras vidas han privado del calor de la compañía. Un buen baremo para analizar la calidad de una sociedad es medir el trato que se dispensa a las personas mayores. El peso recae sobre todo en manos de las mujeres, hijas que abnegadamente entregan sus cuidados a sus padres. Pero eso debe ser cada vez más pasado. Es una labor que nos corresponde a todos y eso supone que los hombres compartan esa labor y que la sociedad articule los medios necesarios para que eso sea posible. Las administraciones públicas tienen una labor que desarrollar. Una labor encaminada a la atención de nuestros mayores y que permita a los que algún día lo seremos poder desarrollar nuestra actividad profesional. Eso es compatible con la vida en común de todos en el mismo hogar si así nos lo planteamos. Centros de día que hagan compatible el cuidado con el trabajo. Las necesidades no acaban ahí, en paralelo es necesaria la creación de centros residenciales para quienes por razones de salud, incapacidad de desplazamiento o cualquier otro motivo requieran una atención continuada durante las veinticuatro horas del día. Una red pública cuyo coste a los usuarios vaya en consonancia con la capacidad económica. Uniendo el aumento de la esperanza de vida, la menor tasa de natalidad y el cambio que ha experimentado nuestra sociedad estas necesidades irán aumentando de forma paulatina y ya llevamos mucho retraso.